jueves, 31 de mayo de 2012

CLARABOYA (JOSÉ SARAMAGO)

El primer libro que escribió José Saramago nunca vio la luz. Hasta ahora, casi sesenta años después. Los lectores de hoy tienen la oportunidad de disfrutar de una obra que resume el universo propio de un autor irrepetible.


FRAGMENTO


Por entre los velos oscilantes que le poblaban el sueño, Silvestre comenzó a oír trasteos de loza y casi juraría que se transparentaban claridades a través del punto suelto de los velos. Iba a enfadarse, pero de repente se dio cuenta de que estaba despierto. Parpadeó repetidas veces, bostezó y se quedó inmóvil, mientras sentía cómo el sueño se alejaba despacio. Con un movimiento rápido, se sentó en la cama. Se desperezó, haciendo crujir ruidosamente las articulaciones de los brazos. Debajo de la camiseta, los músculos del dorso se contornearon y tensaron. Tenía el tronco fuerte, los brazos gruesos y duros, los omoplatos revestidos de músculos entrelazados. Necesitaba esos músculos para su oficio de zapatero. Las manos las tenía como petrificadas, la piel de las palmas tan gruesa que podía pasarse por ella, sin que sangrase, una aguja enhebrada. Con un movimiento más lento de rotación sacó las piernas fuera de la cama. Los muslos delgados y las rodillas blancas por la fricción de los pantalones que le dejaron rapado el vello entristecían y enfadaban profundamente a Silvestre. Se enorgullecía de su tronco, sin duda, pero le daban rabia sus piernas, tan escuálidas que ni parecían pertenecerle. Contemplando con desaliento los pies descalzos asentados en la alfombra, Silvestre se rascó la cabeza grisácea. Después se pasó la mano por el rostro, palpándose los huesos y la barba. De mala gana se levantó y dio algunos pasos por el dormitorio. Tenía una figura algo quijotesca, encaramado en las altas piernas como si fueran ancas, en calzoncillos y camiseta, el mechón de pelo manchado de sal y pimienta, la nariz grande y adunca, y ese tronco poderoso que las piernas apenas soportaban. Buscó los pantalones y no dio con ellos. Asomando el cuello al otro lado de la puerta, gritó: —Mariana, eh, Mariana, ¿dónde están mis pantalones? (Voz de dentro.) —Ya los llevo. Por el modo de andar se adivinaba que Mariana era gorda y que no podría ir más deprisa. Silvestre tuvo que esperar un buen rato y esperó con paciencia. La mujer apareció en la puerta: —Aquí están. Traía los pantalones doblados en el brazo derecho, un brazo más gordo que las piernas de Silvestre. Y añadió: —No sé qué les haces a los botones de los pantalones, que todas las semanas desaparecen. Estoy viendo que los voy a tener que coser con alambre... La voz de Mariana era tan contundente como su dueña. Y era tan franca y bondadosa como sus ojos. Estaba lejos de pensar que hubiera dicho una gracia, pero el marido sonrió con todas las arrugas de la cara y con los pocos dientes que le restaban. Recibió los pantalones, se los puso bajo la mirada complaciente de la mujer y se quedó satisfecho ahora que el vestuario hacía su cuerpo más proporcionado y regular. Silvestre estaba tan orgulloso de su cuerpo como Mariana desprendida de lo que la naturaleza le diera. Ninguno de ellos se engañaba acerca del otro y bien sabían que el fuego de la juventud se había apagado para siempre jamás, pero se amaban tiernamente, hoy como hacía treinta años, cuando se casaron. Tal vez ahora su amor fuera mayor, porque ya no se alimentaba de perfecciones reales o imaginadas. Silvestre siguió a la mujer hasta la cocina. Se metió en el cuarto de baño y regresó diez minutos después, ya aseado. Venía sin peinar porque era imposible domar la greña que le dominaba (dominar es el término) la cabeza, «el lambaz del barco», como lo llamaba Mariana. Las dos tazas de café humeaban sobre la mesa y había en la cocina un olor bueno y fresco a limpieza. Las mejillas redondas de Mariana resplandecían y todo su cuerpo obeso retemblaba y vibraba al moverse entre los fogones. —¡Cada vez estás más gorda, mujer!... Y Silvestre rió. Mariana rió con él. Dos niños, sin quitar ni poner nada. Se sentaron a la mesa. Tomaron café caliente con grandes sorbos ruidosos, jugueteando. Cada uno quería vencer al otro sorbiendo. —A ver, ¿qué decidimos? Ahora Silvestre ya no reía. Mariana también puso cara ceñuda. Hasta las mejillas parecían menos sonrosadas. —Yo no sé. Tú eres quien decide. —Te lo dije ayer. La suela está cada vez más cara. Los parroquianos se quejan de que cobro mucho. Es la suela... No puedo hacer milagros. Ya me gustaría que me dijeran quién trabaja más barato que yo. Y todavía se quejan... Mariana cortó la protesta. Por ese camino no llegarían a ningún sitio. Lo que necesitaban decidir era la cuestión del huésped. —Pues sí, estaría bien. Nos ayudaría a pagar la renta y, si fuera un hombre solo y tú te quisieras encargar de su ropa, se redondearían las cuentas. Mariana apuró el café dulzón del fondo de la taza y respondió: —A mí no me importa. Siempre es una ayuda... —Pues lo es. Pero estamos otra vez metiendo huéspedes, después de vernos libres de esa caballería que por fin se fue... —¡Qué remedio! Con que sea buena persona... Yo me llevo bien con toda la gente, si la gente se lleva bien conmigo. —Probamos una vez más... Un hombre solo, que venga a dormir, eso es lo que nos conviene. Luego, por la tarde, iré a poner el anuncio —masticando todavía el último bocado de pan, Silvestre se levantó y declaró—: Bueno, me voy a trabajar. Regresó al dormitorio y caminó hacia la ventana. Corrió la cortina que hacía de pequeño biombo separador del dormitorio. Al otro lado de la habitación había una tarima alta y sobre ella, el banco de trabajo. Herramientas, hormas, trozos de hilo, latas de tachuelas pequeñas, retales de seda y de piel. A un lado, la caja de tabaco francés y los fósforos. Silvestre abrió la ventana y echó un vistazo al exterior. Nada nuevo. Poca gente pasaba por la calle. No muy lejos, una mujer pregonaba habas secas. Silvestre no entendía cómo podía vivir aquella mujer. Ninguno de sus conocidos comía habas secas, él mismo no las comía desde hacía más de veinte años. Otros tiempos, otras costumbres, otras comidas. Resumida la cuestión con estas palabras, se sentó. Abrió la caja de tabaco, pescó el papel de entre el batiburrillo de objetos que abarrotaban la mesa y se lió un cigarro. Lo encendió, saboreó una calada y puso manos a la obra. Tenía unos contrafuertes delanteros que poner y ése era un trabajo en el que siempre aplicaba todo su saber. De vez en cuando miraba de reojo la calle. La mañana iba clareando poco a poco, aunque el cielo estuviera cubierto y hubiese en la atmósfera un ligero velo de niebla que desdibujaba los contornos de las cosas y de las personas. Entre la multitud de ruidos que ya despertaban en el edificio, Silvestre comenzó a distinguir un taconeo en las escaleras. Lo identificó inmediatamente. Oyó abrir la puerta de la calle y se asomó: —Buenos días, señorita Adriana. —Buenos días, señor Silvestre. La mujer se detuvo debajo de la ventana. Era bajita y usaba gafas de lente gruesa que le transformaban los ojos en dos bolitas minúsculas e inquietas. Estaba a mitad de camino entre los treinta y los cuarenta, y alguna que otra cana le aparecía en el peinado sencillo. —Conque al trabajo, ¿no? —Eso es. Hasta luego, señor Silvestre. Era así todas las mañanas. Cuando Adriana salía de casa, ya el zapatero estaba en la ventana del entresuelo. Imposible escapar sin ver aquella guedeja desgreñada y sin oír y corresponder a los inevitables saludos. Silvestre la seguía con la mirada. Vista de lejos le parecía, según la comparación pintoresca del zapatero, «un saco mal atado». Al llegar a la esquina de la calle, Adriana se volvió y lanzó un gesto de adiós al segundo piso. Después, desapareció. Silvestre dejó el zapato y asomó la cabeza fuera de la ventana. No era cotilla, pero le gustaban las vecinas del segundo, buenas clientas y buenas personas. Con la voz alterada por la posición del cuello, saludó: —¡Hola, señorita Isaura! ¿Qué tal va el día hoy? Del segundo piso, atenuada por la distancia, llegó la respuesta: —No está mal, no. La niebla... No se llegó a saber si la niebla perjudicaba, o no, la belleza de la mañana. Isaura dejó morir el diálogo y cerró la ventana despacio. No le disgustaba el zapatero, su aire al mismo tiempo reflexivo y risueño, pero esa mañana no se sentía con ánimo para conversaciones. Tenía un montón de camisas para acabar antes del fin de semana. El sábado debería entregarlas, fuera como fuera. De buena gana acabaría de leer la novela. Sólo le faltaban unas cincuenta páginas y estaba en el capítulo más interesante. Esos amores clandestinos, sustentados a través de mil peripecias y contrariedades, la tenían prendida. Además, la novela estaba bien escrita. Isaura tenía experiencia suficiente de lectora para saber juzgar. Dudó. Demasiado bien sabía que ni siquiera tenía derecho a dudar. Las camisas la esperaban. Oía dentro un sonido de voces: la madre y la tía hablaban. Mucho hablaban aquellas mujeres. ¿Qué tenían que decirse todo el santo día, que no estuviera ya dicho mil veces? Atravesó la habitación donde dormía con la hermana. La novela se hallaba en la cabecera. Le echó dos miradas, pero siguió adelante. Se detuvo ante el espejo del armario, que la reflejó de la cabeza a los pies. Llevaba puesta una bata de estar por casa que le modelaba el cuerpo plano y flaco, pero flexible y elegante. Con las puntas de los dedos se recorrió las mejillas pálidas donde las primeras arrugas abrían surcos finos, más adivinados que visibles. Suspiró ante la imagen que el espejo le mostraba y huyó de ella. En la cocina, las dos viejas seguían hablando. Muy parecidas, el pelo blanco, los ojos castaños, los mismos vestidos negros de corte sencillo, hablaban con vocecitas agudas y rápidas, sin pausas y sin modulación: —Ya te lo he dicho. Hay más tierra que carbón. Es necesario ir a la carbonería y reclamar—decía una. —Está bien —respondía la otra. —¿De qué hablan?—preguntó Isaura mientras entraba. Una de las viejas, la de mirada más viva y de cabeza más erguida, contestó: —Del carbón, que es una pena. Hay que reclamar. —Está bien, tía. La tía Amelia era, por decirlo de alguna manera, la gestora de la casa. Era ella la que cocinaba, hacía las cuentas y dividía las raciones en los platos. Cándida, la madre de Isaura y Adriana, se ocupaba de las tareas domésticas, de las ropas, de los pequeños bordados que ornamentaban profusamente los muebles y de los solitarios con flores de papel que sólo en los días festivos eran sustituidas por flores auténticas. Cándida era la mayor y, tal como Amelia, viuda. Viudas a las que la vejez ya había tranquilizado. Isaura se sentó ante la máquina de coser. Antes de comenzar el trabajo, miró el río tan ancho, la otra orilla oculta por la niebla. Parecía el océano. Los tejados y las chimeneas estropeaban la ilusión, pero, incluso así, haciendo un esfuerzo para no verlos, el océano surgía en esos pocos kilómetros de agua. Una alta chimenea de fábrica, a la izquierda, embadurnaba el cielo blanco con bocanadas de humo. A Isaura siempre le gustaban esos momentos en que, antes de curvar la cabeza sobre la máquina, dejaba correr los ojos y el pensamiento. El paisaje era siempre igual, pero sólo lo encontraba monótono en los días de verano, pesadamente azules y luminosos, en que todo es evidente y definitivo. Una mañana de niebla como ésta, de niebla liviana que no acababa de impedir la visión, cubría la ciudad de imprecisiones y de sueños. Isaura saboreaba todo esto. Prolongaba el placer. Por el río pasaba una fragata, con tal suavidad que era como si flotara en una nube. La vela roja parecía rosa a través de las gasas de la niebla. De súbito se sumergió en una nube más espesa que rozaba el agua y, cuando iba a emerger de nuevo ante los ojos de Isaura, desapareció tras la zaga de un edificio. Isaura suspiró. Era el segundo suspiro de esa mañana. Sacudió la cabeza como quien sale de una inmersión prolongada, y matraqueó la máquina con furia. El tejido corría debajo del pie prensatelas y los dedos lo guiaban mecánicamente, como si formaran parte del engranaje. Aturdida por el sonsonete, le pareció a Isaura que alguien le hablaba. Detuvo la rueda de golpe y el silencio refluyó. Volvió la cabeza: —¿Qué? La madre repitió: —¿No crees que es un poco pronto? —¿Pronto? ¿Por qué? —Ya lo sabes... El vecino... —Pero, madre, ¿qué voy a hacer? ¿Qué culpa tengo yo de que el vecino de abajo trabaje de noche y duerma de día? —Por lo menos podías esperar hasta más tarde. No me gusta nada tener problemas con la vecindad... Isaura se encogió de hombros. Pedaleó otra vez y le dijo, elevando la voz por encima del ruido de la máquina: —¿Quieres que vaya a la tienda a pedirles que esperen? Cándida movió la cabeza sin perder la paciencia. Era una criatura siempre perpleja e indecisa, que sufría el dominio de su hermana, tres años más joven que ella, y con la conciencia aguda de que vivía a costa de sus hijas. Deseaba, por encima de todo, no molestar a nadie, pasar inadvertida, apagada como una sombra en la oscuridad. Iba a responder, pero al oír los pasos de Amelia se calló y regresó a la cocina. Entretanto, Isaura, lanzada en el trabajo, llenaba la casa de ruido. El suelo vibraba. Las mejillas pálidas se le coloreaban poco a poco y una gota de sudor comenzaba a brotarle en la frente. Sintió una vez más que alguien se aproximaba y redujo el ritmo. —No necesitas trabajar tan deprisa. Te cansas. La tía Amelia nunca decía palabras superfluas. Apenas las necesarias y no más que las indispensables. Pero las decía de una manera que quienes las oían apreciaban el valor de la concisión. Las palabras parecían nacerle en la boca en el momento en que eran dichas: venían todavía repletas de significado, pesadas de sentido, vírgenes. Por eso dominaban y convencían. Isaura aminoró la velocidad. Pocos minutos después, sonó el timbre de la puerta. Cándida abrió, tardó unos instantes y regresó apurada y temblorosa, murmurando: —¿No te lo decía?... ¿No te lo decía?... Amelia levantó la cabeza: —¿El qué? —Es la vecina de abajo, que viene a reclamar. Este ruido... Sal tú, sal tú... La hermana dejó los platos que estaba lavando, se secó las manos con un paño y se dirigió a la puerta. En el rellano se encontraba la vecina de abajo. —Buenos días, doña Justina. ¿Qué desea? Amelia, en cualquier momento y en cualquier circunstancia, era la delicadeza en persona. Pero le bastaba un leve toque en esa calidez para ser terriblemente fría. Las pupilas pequeñísimas se clavaban en el rostro que miraban, provocándole una impresión de malestar y de incomodidad imposible de reprimir. La vecina se entendía bien con la hermana de Amelia y había estado a punto de decirle lo que la obligaba a subir. Ahora le aparecía delante un rostro menos tímido y una mirada más directa. Articuló: —Buenos días, doña Amelia. Es mi marido... Trabaja toda la noche en el periódico, como sabe, y sólo puede descansar por la mañana... Se pone de mal humor cuando lo despiertan y soy yo quien lo tiene que oír. Si pudiesen hacer menos ruido con la máquina, lo agradecería... —Bueno, no sé. Mi sobrina necesita trabajar. —Lo entiendo. Por mí está bien, no me importa, pero ya sabe cómo son los hombres... —Lo sé, lo sé. Y también sé que su marido no se preocupa mucho por el descanso de los vecinos cuando entra de madrugada. —Y ¿qué puedo hacer yo? Ya he desistido de intentar convencerlo de que suba las escaleras como una persona. La figura larga y macilenta de Justina se animaba. En sus ojos comenzaba a brillar una pequeña luz maligna. Amelia terminó la conversación. —Esperaremos un poco más. Esté tranquila. —Muchas gracias, doña Amelia. Amelia murmuró un «con permiso» seco y breve y cerró la puerta. Justina bajó las escaleras. Vestía luto cerrado y, así, muy alta y fúnebre, con el pelo negro y una raya larga en el centro, parecía un muñeco mal articulado, demasiado grande para ser mujer y sin la menor señal de gracia femenina. Sólo los ojos negros, hundidos en las ojeras maceradas de diabética, eran paradójicamente hermosos, pero tan graves y serios que la gracia no habitaba en ellos. Al llegar al rellano se detuvo ante la puerta que quedaba enfrente de la suya y aproximó el oído. De dentro no llegaba sonido alguno. Hizo un gesto de desprecio y se apartó. Cuando iba a entrar, oyó abrirse una puerta en el piso de arriba y, a continuación, un ruido de voces. Recolocó el felpudo, a fin de tener un pretexto para no salir de allí. De arriba llegaba un diálogo animado: —Ella, lo que no quiere es ir a trabajar—decía una voz femenina con irritada aspereza. —Sea lo que sea, da lo mismo. Es necesario tener cuidado de la niña: está en una edad peligrosa —respondió una voz de hombre—. Nunca se sabe por dónde pueden ir las cosas. —¿Qué edad peligrosa? ¿Por qué? Siempre estás con lo mismo. ¿Con diecinueve años, edad peligrosa? Tienes cada ocurrencia... Justina creyó conveniente sacudir el felpudo con fuerza para anunciar su presencia. La conversación de arriba se interrumpió. El hombre comenzó a bajar la escalera, al mismo tiempo que decía: —No la obligues a ir. Si hay alguna novedad, me llamas a la oficina. Hasta luego. —Hasta luego, Anselmo. Justina cumplimentó al vecino con una sonrisa sin amabilidad. Anselmo pasó por delante, hizo un gesto solemne tocándose el ala del sombrero y articuló con bello timbre una salutación ceremoniosa. La puerta de la calle, abajo, se cerró con un golpe lleno de personalidad cuando él salió. Justina saludó dirigiéndose hacia arriba. —Buenos días, doña Rosalía. —Buenos días, doña Justina. —¿Qué le pasa a María Claudia? ¿Está enferma? —¿Cómo lo sabe? —Estaba aquí, sacudiendo el felpudo, y he oído a su marido. Me ha parecido entender... —Eso son mimos. Anselmo no puede oír a su hija quejarse. Es superior a sus fuerzas... Dice que le duele la cabeza. Cuento es lo que tiene. ¡Tan grande es el dolor de cabeza, que ya está durmiendo otra vez! —Nunca se sabe, doña Rosalía. Así me quedé yo sin mi hija, que Dios la tenga en su gloria. No era nada, no era nada, le decían, y se la llevó una meningitis... —sacó un pañuelo y se sonó con fuerza. Luego siguió—: Pobrecilla... Con ocho años... No se me olvida... Y ya hace dos años. ¿Se acuerda, doña Rosalía? Doña Rosalía se acordaba y se enjugó una lágrima de circunstancia. Justina iba a insistir, a recordar pormenores ya sabidos apoyada en la compasión aparente de la vecina, cuando una voz ronca le cortó las palabras: —Justina. La cara pálida de Justina se endureció como si fuera piedra. Continuó la conversación con Rosalía hasta que la voz se oyó más alta y violenta: —¡¡¡¡Justina!!!! —¿Qué pasa? —preguntó. —Haz el favor de venir adentro. No me gustan las conversaciones en las escaleras. ¡Si estuvieras tan harta de trabajar como yo, no tendrías tantas ganas de darle a la lengua! Justina se encogió de hombros con indiferencia y siguió con la charla. Pero la otra, incómoda por la escena, se despidió. Justina entró en casa. Rosalía bajó algunos escalones y aguzó el oído. A través de la puerta pasaron exclamaciones ásperas. Después, súbitamente, el silencio. Era siempre así. Se oía al hombre bufar, luego la mujer pronunciaba algunas pocas e inaudibles palabras y él se callaba. Rosalía encontraba eso muy raro. El marido de Justina tenía fama de bravucón, con su corpachón hinchado y sus modos groseros. Aún no había cumplido los cuarenta años y parecía mayor por culpa del rostro flácido, las bolsas de los ojos y el labio inferior reluciente siempre caído. Nadie entendía cómo y por qué se habían casado dos seres tan distintos. La verdad es que tampoco nadie recordaba haberlos visto juntos en la calle. Y, más aún, nadie se explicaba cómo de dos personas nada bonitas (los ojos de Justina eran bellos pero no bonitos) pudo nacer una hija de tal manera graciosa como lo era la pequeña Matilde. Se diría que la naturaleza se equivocó y que, más tarde, descubriendo el engaño, trató de enmendarlo haciendo desaparecer a la criatura. Lo cierto es que el violento y áspero Caetano Cunha, linotipista en el Diario de Noticias, siempre a punto de estallar de grasa, novedades y mala educación, tras tres exclamaciones agresivas se callaba ante el murmullo de la mujer, la diabética y débil Justina, a la que un soplo bastaría para derrumbar. Era un misterio que no conseguían desvelar. Esperó más, pero el silencio era total. Se recogió en su casa, cerrando la puerta con cuidado para no despertar a la hija que dormía. Que dormía o fingía dormir. Rosalía echó una mirada por el resquicio de la puerta. Le pareció ver que temblaban los párpados de la hija. La abrió completamente y avanzó hasta la cama. María Claudia cerraba los ojos con demasiada e innecesaria fuerza. Las arrugas pequeñitas, subrayadas por el esfuerzo, señalaban el lugar donde más tarde acabarían apareciendo las patas de gallo. La boca carnosa conservaba todavía restos del pintalabios del día anterior. El pelo castaño, corto, le daba un toque de muchacho rufián que otorgaba a su belleza un aire picante y provocador, casi equívoco. Rosalía miraba a la hija, desconfiando de ese sueño profundo que tenía todo el aspecto de la impostura. Dio un pequeño suspiro. Después, en un gesto de cariño maternal, arregló el embozo alrededor del cuello de la chica. La reacción fue inmediata. María Claudia abrió los ojos. Se rió, quiso disimular, pero ya era tarde: —Me haces cosquillas, mamita. Furiosa por el engaño y, sobre todo, porque la hija la sorprendió en flagrante delito de amor maternal, Rosalía respondió malhumorada: —¿Conque estabas durmiendo? Ya no te duele la cabeza, ¿verdad? Tú lo que no quieres es ir a trabajar, eres una vaga. Como para darle la razón a la madre, la muchacha se desperezó despacio, saboreando la distensión de los músculos. El camisón adornado de encajes se abría con el movimiento del pecho al hincharse y dejaba ver dos senos pequeños y redondos. Incapaz de explicar el porqué, entendía que ese movimiento descuidado la ofendía, así que Rosalía no pudo reprimir su desagrado y protestó: —¡A ver si te tapas! ¡Hoy sois de tal manera, que no tenéis vergüenza ni delante de vuestra madre! María Claudia abrió los ojos. Los tenía azules, de un azul brillante, aunque frío, tal como las estrellas que están lejos y de las que, por eso, sólo nos llega la luminosidad. —Pero ¿qué tiene de malo? Vale. Ya estoy tapada. —Cuando yo tenía tu edad, si aparecía así delante de mi madre, me llevaba una bofetada. —Pues mira que era pegar por poco... —¿Eso crees? Pues es lo que tú estás necesitando. María Claudia levantó los brazos desperezándose con disimulo. Luego bostezó. —Los tiempos son otros, madre. Rosalía respondió, mientras abría la ventana: —Sí, son otros. Y peores —luego volvió hacia la cama—. Vamos a ver: ¿vas a ir a trabajar o no? —¿Qué hora es? —Casi las diez. —Ahora ya es tarde. —Pero hace poco no lo era. —Me dolía la cabeza. Las frases cortas y rápidas denunciaban irritación por una y otra parte. Rosalía hervía de cólera reprimida, María Claudia estaba molesta con las observaciones moralistas de la madre. —¡Te dolía la cabeza, te dolía la cabeza!... Valiente fingidora eres... —He dicho que me dolía la cabeza, ¿qué quieres que haga? Rosalía explotó: —¿Es así como se responde? Que soy tu madre, ¿me oyes? La chica no se amilanó. Se encogió de hombros, queriendo decir con el gesto que ese punto no merecía discusión, y, de un salto, se levantó. Se quedó de pie, con el camisón de seda marcándole el cuerpo suave y bien formado. En el hervor de la irritación de Rosalía cayó la frescura de la belleza de la hija y el arrebato desapareció como agua en arena seca. Se sentía orgullosa de María Claudia, del lindo cuerpo que tenía. Las palabras que dijo acto seguido eran una rendición. —Hay que avisar a la oficina. María Claudia no dio muestras de percibir el cambio de tono. Respondió indiferente: —Voy abajo, a casa de doña Lidia, a telefonear. Rosalía se irritó de nuevo, tal vez porque la hija se puso una bata de andar por casa y, ahora, discretamente vestida, era incapaz de agradarla. —Sabes bien que no me gusta que entres en casa de doña Lidia. Los ojos de María Claudia eran más inocentes que nunca: —¿Y eso? ¿Por qué? No lo entiendo. Si la conversación continuara, Rosalía tendría que decir cosas que prefería callar. Sabía que la hija no las ignoraba, pero entendía que hay asuntos que es perjudical tocar delante de una joven soltera. De la educación recibida se le quedó una noción del respeto que debe existir entre padres e hijos y la aplicaba. Simuló no haber comprendido la pregunta y salió del dormitorio. María Claudia, sola, sonrió. Ante el espejo se desabotonó la bata, se abrió el camisón y contempló los senos. Se estremeció. Una leve rojez le tiñó el rostro. Sonrió de nuevo, un poco nerviosa, pero contenta. Lo que había hecho le provocó una sensación agradable, con un sabor a pecado. Después se abotonó la bata, se miró una vez más al espejo y dejó la habitación. En la cocina, se aproximó a la madre, que tostaba rebanadas de pan, y le dio un beso. Rosalía no podría negar que le gustó el beso. No se lo devolvió, pero el corazón hizo palmas de alegría. —Ve a lavarte, que las tostadas están casi listas. María Claudia se encerró en el cuarto de baño. Regresó fresquísima, la piel brillante y limpia, los labios sin pintura ligerísimamente entumecidos por el agua fría. Los ojos de la madre centellearon al verla. Se sentó a la mesa y comenzó a comer con apetito. —Sabe bien quedarse en casa alguna que otra vez, ¿no? —preguntó Rosalía. La muchacha rió con gusto: —¿Ves? ¿Tengo o no tengo razón? Rosalía sintió que había cedido demasiado. Quiso enmendar, componer la frase. —Está bien, pero es bueno no abusar. —En la oficina no están descontentos conmigo. —Podrían estarlo, hija. Es necesario que conserves el empleo. El salario de tu padre no es grande, ya lo sabes. —Tranquila. Sé hacer las cosas. A Rosalía le gustaría saber cómo, pero no quiso preguntar. Acabaron el desayuno en silencio. María Claudia se levantó y dijo: —Voy a pedirle a doña Lidia que me deje llamar por teléfono. La madre todavía abrió la boca para objetar, pero se calló. La hija iba ya por el pasillo: —No es necesario que cierres la puerta, ya que no vas a tardar. En la cocina, Rosalía oyó cerrarse la puerta. No quiso pensar que la hija lo hubiera hecho a propósito, para contrariarla. Llenó el fregadero y comenzó a lavar la loza sucia del desayuno. María Claudia no compartía los escrúpulos de la madre en cuanto a la inconveniencia de las relaciones con la vecina de abajo, y, por el contrario, encontraba a doña Lidia muy simpática. Antes de llamar, se enderezó el cuello de la bata y se pasó la mano por el pelo. Lamentó no haberse puesto un poco de color en los labios. El timbre emitió un sonido estridente que se expandió en el silencio de la escalera. Por un pequeño ruido que oyó, María Claudia tuvo la certeza de que Justina la observaba por la mirilla. Iba a volverse, con un gesto de provocación, cuando en ese momento se abrió la puerta y apareció doña Lidia. —Buenos días, doña Lidia. —Buenos días, Claudiña. ¿Qué te trae por aquí? ¿No quieres entrar? —Si me lo permite... En el pasillo penumbroso la muchacha sintió que la envolvía la tupidez perfumada del ambiente. —Dime, ¿qué tal va todo? —Vengo a molestarla una vez más, doña Lidia. —Por favor, no molestas nada. Bien sabes el gusto que me da que vengas a mi casa. —Gracias. Quería pedirle que me dejara llamar por teléfono a la oficina para decirles que hoy no voy a trabajar. —Por supuesto. La empujó suavemente hacia el dormitorio. María Claudia nunca entraba allí sin perturbarse. La habitación de Lidia tenía una atmósfera que la entontecía. Los muebles eran bonitos, no había visto otros iguales, espejos, cortinas, un sofá rojo, una alfombra gruesa en el suelo, frascos de perfume en el tocador, un olor a tabaco caro, pero nada de esto, por separado, era responsable de su turbación. Tal vez el conjunto, tal vez la presencia de Lidia, alguna cosa imponderable y vaga, como un gas que pasa a través de todos los filtros y corroe y quema. En la atmósfera del dormitorio perdía siempre el dominio de sí misma. Se quedaba aturdida como si hubiera bebido champán, con unas irresistibles ganas de hacer disparates. —Allí está el teléfono—dijo Lidia—. A voluntad. Hizo un movimiento para retirarse, pero María Claudia añadió rápidamente: —No, por mí no, doña Lidia. Esto no tiene ninguna importancia... Pronunció la última frase con una entonación y una sonrisa que parecían querer decir que otras cosas tendrían importancia y que doña Lidia bien sabía cuáles. Estaba de pie, y Lidia exclamó: —Siéntate, Claudiña. Ahí mismo, en el borde de la cama. Con las piernas temblándole, se sentó. Posó la mano libre sobre el edredón forrado de satén azul y, sin darse cuenta, se puso a acariciar el tejido acolchado, casi con voluptuosidad. Lidia no parecía estar atenta. Abrió una pitillera y encendió un Camel. No fumaba por vicio o por necesidad, pero el cigarro formaba parte de una complicada red de actitudes, palabras y gestos, todos con el mismo objetivo: impresionar. Eso, en sí mismo, ya se había transformado en una segunda naturaleza: si estaba acompañada, fuese cual fuese la compañía, trataría de impresionar. El cigarro, el arrastrar lento de la cerilla, la primera bocanada de humo, larga, soñadora, todo eran cartas del juego. María Claudia explicaba por teléfono, con muchos gestos y exclamaciones, su «terrible» dolor de cabeza. Lo hacía con expresiones entrecortadas, expresiones propias de quien está muy enfermo. A hurtadillas, Lidia observaba la mímica. Por fin, la muchacha colgó y se levantó: —Ya está, doña Lidia. Muchas gracias. —Anda. Ya sabes que está siempre disponible. —Por favor, aquí le dejo los cinco céntimos de la llamada. —No seas ridícula. Guarda tu dinero. ¿Cuándo vas a perder el hábito de pagarme las llamadas? Sonrieron ambas, mirándose. Súbitamente, María Claudia tuvo miedo. No había de qué tener miedo, por lo menos ese miedo físico e inmediato, pero, de un momento a otro, sintió una presencia asustadora en la habitación. Tal vez la atmósfera, que hasta hacía poco la aturdía, se tornó, de pronto, sofocante. —Bien, me voy. Y una vez más, gracias. —¿No quieres quedarte un poco más? —Tengo cosas que hacer. Mi madre me está esperando. —No te retengo, entonces. Lidia llevaba una bata de tafetán recio, rojo, con reflejos verdosos como el de los élitros de ciertos abejorros, y dejaba tras de sí un rastro de perfume intenso. Oyendo el frufrú de la tela y, sobre todo, aspirando el aroma cálido y embriagador que se desprendía de Lidia, aroma que no era sólo del perfume, que era, también, el del propio cuerpo, María Claudia sentía que estaba a punto de perder completamente la serenidad. Cuando Claudiña, después de repetir los agradecimientos, salió, Lidia regresó al dormitorio. El cigarro se quemaba lentamente en el cenicero. Le aplastó la punta para apagarlo. Después se tumbó en la cama. Unió las manos bajo la nuca y se acomodó sobre el blando edredón que María Claudia había acariciado. El teléfono sonó. Con un gesto lleno de pereza, levantó el auricular: —Sí... Soy yo... Ah, sí. (...) Quiero. ¿Cuál es el menú de hoy? (...) Está bien. Sirve. (...) No, eso no. (...) Mmm... Está bien. (...) ¿Y la fruta? (...) No me gusta. (...) No se moleste. No me gusta. (...) Puede ser. (...) Bueno. No lo mande tarde. (...) Y no se olvide de enviarme la cuenta del mes. (...) Buenos días. Colgó el auricular y se dejó caer otra vez en la cama. Bostezó de forma abierta, con la tranquilidad de quien no teme observadores indiscretos, un bostezo que ponía en evidencia la ausencia de los últimos molares. Lidia no era bonita. Rasgo por rasgo, el análisis concluiría que era ese tipo de fisonomía que está tan lejos de la belleza como de la vulgaridad. En este momento le perjudicaba no estar maquillada. Tenía el rostro brillante por la crema de noche, y las cejas, en los extremos, exigían depilación. Lidia no era, de hecho, bonita, sin contar el dato importante de que el calendario ya había marcado el día en que cumplió treinta y dos años y que los treinta y tres no venían lejos. Pero de toda ella se desprendía una seducción absorbente. Tenía los ojos marrón oscuro y el pelo negro. La cara adquiría, en momentos de cansancio, una dureza masculina, especialmente alrededor de la boca y en torno a la nariz, pero Lidia sabía, con una ligera transformación, convertirla en acariciante, seductora. No pertenecía al tipo de mujeres que atrae por las formas del cuerpo, y, sin embargo, de la cabeza a los pies irradiaba sensualidad. Era bastante hábil para provocar en sí misma cierto estremecimiento que dejaba al amante sin raciocinio, imposibilitado para defenderse de lo que suponía que era natural, esa ola simulada en que el amante se ahogaba creyéndola verdadera. Lidia lo sabía. Todo eran cartas de su juego: su cuerpo, delgado como un junco y vibrante como una vara de acero, su mayor triunfo. Dudó entre dormir y levantarse. Pensaba en María Claudia, en su belleza fresca de adolescente, y, por un instante, pese a considerar indigna de ella la comparación con una niña, sintió un brusco golpe en el corazón, un movimiento de envidia que le frunció la frente. Quiso arreglarse, pintarse, poner entre la juventud de María Claudia y su seducción de mujer experimentada la mayor distancia posible. Se levantó aprisa. Encendió el calentador: el agua del baño estaba lista. Con un solo gesto se despojó de la bata. Después se levantó el camisón por los bordes y se lo quitó por la cabeza. Se quedó completamente desnuda. Comprobó la temperatura del agua y se metió en la bañera. Se lavó despacio. Lidia conocía el valor del aseo en su situación. Limpia y fresca, se envolvió en un albornoz y fue a la cocina. Antes de regresar al dormitorio encendió el hornillo de gas y puso en el fuego un recipiente para hacerse el té. En su habitación, eligió un vestido sencillo pero gracioso, que le marcaba las formas haciéndola más joven, y se arregló sumariamente la cara, contenta de sí misma y de la crema que usaba. Regresó a la cocina. El agua ya hervía. Retiró el recipiente. Cuando abrió la lata del té observó que estaba vacía. Puso cara de contrariedad. Dejó la lata y volvió al dormitorio. Iba a llamar a la tienda, llegó a levantar el auricular, pero al oír que alguien hablaba en la calle, abrió la ventana. La niebla ya se iba levantando y el cielo aparecía azul, de un azul aguado de comienzo de primavera. El sol llegaba de muy lejos, tan lejos que la atmósfera estimulaba la frescura. En la ventana del entresuelo izquierdo del edificio, una mujer le daba, y volvía a darle, un recado a un niño rubio que la miraba desde abajo, con la nariz fruncida por el esfuerzo de atención que estaba haciendo. Hablaba con acento español y abundantemente. El chico ya había entendido que la madre quería diez céntimos de pimienta y estaba dispuesto a partir, pero ella repetía el encargo sólo por el gusto de hablar con el hijo y de oírse a sí misma. Parecía que no había más recomendaciones. Lidia intervino: —¡Doña Carmen, doña Carmen! —¿Quién me llama? ¡Ah, buenos días!, doña Lidia. —Buenos días. ¿Permite que Enriquito me haga un recado en la tienda? Necesito té... Le dio el recado y lanzó un billete de veinte escudos para el chico. Enrique echó a correr calle arriba, como si lo persiguieran perros. Lidia le dio las gracias a doña Carmen, que respondía en su lengua de trapo, alternando palabras españolas con frases portuguesas y dejando éstas chorreando sangre en su pronunciación. Lidia, a quien no le gustaba exhibirse en la ventana, se despidió. Poco después llegó Enriquito, muy colorado por la carrera, con el paquete de té y el cambio. Lo gratificó con diez céntimos y un beso y el chico se fue. La taza llena, un plato de pastas al lado, Lidia se instaló de nuevo en la cama. Mientras comía iba leyendo un libro que había sacado de un pequeño armario del comedor. Llenaba el vacío de sus días desocupados con la lectura de novelas y tenía algunas, de buenos y de malos autores. En este momento estaba interesadísima en el mundo fútil e inconsecuente de Los Maya. Iba bebiendo el té a pequeños sorbos, mordía un palito de la reine y leía un párrafo, exactamente ese en que María Eduarda le espeta a Carlos la declaración de que «además de tener el corazón adormecido, su cuerpo permanece siempre frío, frío como el mármol...». A Lidia le gustó la frase. Buscó un lápiz para marcarla, pero no lo encontró. Entonces se levantó con el libro en la mano y fue hasta el tocador. Con el lápiz de labios hizo una señal al margen de la página, una línea roja que dejaba subrayado un drama o una farsa. De la escalera le llegó un ruido de escoba. Enseguida, la voz aguda de doña Carmen entonó una copla melancólica. Y, al fondo, tras esos ruidos de primer plano, el zumbido perforador de una máquina de coser y los golpes secos de un martillo sobre una suela. Con una pasta delicadamente sostenida entre los dientes, Lidia recomenzó la lectura.

400 págs. 17,95€

jueves, 17 de mayo de 2012

CRIMEN EN DIRECTO (RYAN DAVID JAHN)

Llegas a casa, agotada. Sólo puedes pensar en darte un baño. De repente, a pocos metros de tu casa, una sombra se interpone. Por un instante, todo brilla. Y aprecias hasta el último detalle. Las motas de óxido en la hoja del cuchillo...








FRAGMENTO

Todo empieza en un aparcamiento. El solar se encuentra en la parte posterior de un bar donde suelen proyectarse acontecimientos deportivos, un edificio de ladrillo con múltiples heridas y cicatrices acumuladas a lo largo de su historia. Contra él han impactado conductores borrachos que pusieron marcha atrás en lugar de primera, se han tallado iniciales en sus paredes y ha sido objeto de actos vandálicos a manos de energúmenos beodos. En una ocasión, quince años atrás, alguien intentó prenderle fuego. Por desgracia para el potencial pirómano, la predicción del tiempo anunciaba lluvia. De manera que el bar aún se tiene en pie. Son casi las cuatro de la madrugada, las tres y cincuenta y ocho, una hora muerta y tenebrosa en la que el primer destello del alba aún no ha alcanzado el horizonte por el este. Reina la oscuridad. El bar está cerrado y silencioso. Sólo hay tres vehículos en el aparcamiento, que normalmente bulle de actividad: un Studebaker de 1957, un Oldsmobile de 1953 y un Ford Galaxie de 1962 con el guardabarros abollado. Dos de esos coches pertenecen a clientes. Uno de ellos a un vendedor a domicilio que dedica sus días a intentar endilgar aspiradores; el otro, un parado que pasa sus días con la vista clavada en el techo agrietado del apartamento que no paga desde hace tres meses. Ambos se excedieron con las copas algo más temprano esa misma noche y hallaron otro medio de regresar a sus hogares, probablemente en taxi. Sobre todo, el parado. Al vendedor tal vez lo acompañara un colega, pero el parado casi seguro que subió a un taxi. Si se tienen treinta dólares y el alquiler cuesta ochenta, carece de sentido ahorrar. Mejor beber hasta caerse y pagar por una carrera a casa. También puede disfrutarse del viaje a las profundidades. Eso ocurre cuando se tienen ochenta y siete dólares y habría que reservar ochenta para el alquiler. Vasos de plástico, periódicos y envoltorios de comida ensucian el asfalto descolorido por el sol. Sopla una ráfaga de brisa y la basura revolotea sobre el pavimento agrietado, sólo un instante, y se reorganiza ligeramente antes de volver a quedarse inmóvil. Y entonces una joven guapa, una mujer, en realidad, aunque ella no se siente una mujer adulta, sale por la puerta del bar. Se llama Katrina, Katrina Marino, pero casi todos la llaman Kat. Las únicas personas que siguen llamándola Katrina son sus padres, con quienes habla cada sábado por teléfono. Viven a seiscientos cincuenta kilómetros de distancia, pero aun así siguen apañándoselas para ensillar las monturas y ponerle los nervios al galope. ¿Cuándo piensas madurar y abandonar esa porquería de ciudad, Katrina? Es peligrosa. ¿Cuándo vas a fundar una familia con un muchacho decente, Katrina? Una mujer de tu edad no debería seguir soltera. Estás más cerca de los treinta que de los veinte, ¿sabes? Dentro de poco no tendrás esa belleza juvenil para atraer a un hombre que te convenga, un médico o un abogado, y tendrás que sentar cabeza. Pero eso a ti no te apetece, ¿verdad, Katrina? Una vez fuera, Kat alarga la mano hacia atrás para buscar a tientas un bulto en la pared. Lo encuentra, un interruptor, y acciona la palanca hacia abajo. Clic. Las ventanas del bar se apagan y la luz que hasta ahora bañaba el aparcamiento y pintaba de blanco el asfalto gris se desvanece. Kat cierra la puerta principal con llave, comprueba el pomo para asegurarse de que está bien cerrada, luego echa la persiana, ¡bang!, e introduce el candado en la ranura. La persiana y el candado tienen menos de seis meses y no encajan demasiado con la decrepitud del resto del lugar. También los barrotes de las ventanas son nuevos. Alguien se coló en el bar por la puerta trasera, vació la caja registradora, se llevó una caja de botellas de whisky y rompió un cristal para salir a la calle. El porqué no utilizó la puerta trasera para salir es una incógnita. El monto perdido en whisky y dinero en efectivo, a efectos prácticos, no era gran cosa. En cambio, el coste de las reparaciones fue un sablazo. Y eso por no hablar de los ingresos que se perdieron. El local permaneció dos días cerrado. Kat sólo es la encargada del turno nocturno, pero se siente responsable del lugar. Al dirigirse hacia el Studebaker, cansada, la larga noche empieza a pasarle factura, y ya sin reservas de adrenalina, a Kat le parece ver que su coche se inclina hacia la derecha, pero al principio no sabe por qué, ni siquiera si se debe a un efecto óptico. Quizá sea una ilusión, un capricho de las sombras. Hasta que no recorre la mitad de la distancia que la separa de su vehículo no comprueba que la inclinación es real, que su puñetero coche tiene una rueda pinchada. –¡Joder! –exclama, pisando fuerte, enfadada, el asfalto, notando los impactos de sus pasos rebotándole en las tibias. Avanza hacia su coche, se dirige directamente al maletero, introduce la llave en la cerradura rayada, la gira hacia la izquierda, sentido incorrecto, luego hacia la derecha, oye el cierre desbloquearse, y levanta la capota. No ve nada. Rebusca una linterna que guarda siempre en el lado izquierdo del maletero, en un rinconcito. Palpa a tientas en la oscuridad un rato antes de que sus dedos finalmente toquen la superficie lisa y fría de la linterna. La rodea con la mano y la enciende. Proyecta una luz tenue y amarillenta, pero al menos da luz. Y ahora que por fin ve, agarra la rueda de recambio y el gato, y, al hacerlo, una breve sonrisa pincela la comisura de sus labios. Kat siempre ha sido una persona tímida, siempre se ha contemplado a sí misma desde la distancia, como se diría, y verla de esa guisa, con su metro cincuenta y cinco escaso, sus cuarenta y cinco kilos, su vestido de lana azul cubierto por un abrigo blanco corto, cargando con un neumático casi de su mismo tamaño y con un gato pesadísimo, verla de esa guisa, piensa, debe de ser como ver a un hipopótamo vestido con un tutú. Y ese pensamiento le provoca una sonrisa. Pero se le borra rápidamente de la cara cuando recuerda la tarea que tiene por delante. Un momento después, Kat está acuclillada, alzando el coche con el gato para poder cambiar la puñetera rueda. Observa cómo la llanta se levanta mientras que el neumático sigue enganchado firmemente al suelo hasta que al fin empieza a despegarse. Parece como si tuviera que llenarse de aire, hincharse solo una vez queda liberado del peso que soporta, pero nada de eso sucede. Y entonces Kat oye un ruido a sus espaldas. Se queda inmóvil, rogando por que no haya sido nada, porque el ruido no se repita, pero se repite y ella vuelve la cabeza para mirar por encima de su hombro, temerosa de lo que pueda ver, pero incapaz de reprimir su curiosidad. Kat es una de esas personas que se tapan los ojos cuando las pantallas de los cines al aire libre proyectan alguna imagen espantosa, pero lo cierto es que siempre mira a hurtadillas a través de los dedos. Páginas de periódico resbalan por el asfalto transportando las noticias del día anterior. –Habrá sido el viento, tonta –se dice. Sólo el viento. Vuelve la vista hacia el coche y retoma su labor. Kat guarda la rueda pinchada y el gato con forma romboidal en el maletero, sin preocuparse demasiado por cómo caigan, y lo cierra. Fue un clavo lo que pinchó la rueda. Esa cosa oxidada y torcida colgaba de la pared interior del neumático como un diente solitario en una encía. Recuerda vagamente atravesar con el coche una zona en construcción de camino al trabajo; obreros con los brazos bronceados transportaban maderos con clavos brillantes colgando hasta un camión como parte del material de las obras de reparación de una casa apareada semiquemada. Tiene las manos sucias de grasa y ennegrecidas por el polvo del freno, y teme tocarse, manchar de negro el vestido azul claro o el abriguito blanco. Mancharse más de negro, piensa. Ya se ha manchado un poco el vestido al llevar la rueda al maletero. Maldita rueda de las narices. En esos momentos, Kat sólo quiere irse a casa, desnudarse, darse un baño con agua muy caliente, lavarse y deslizarse en la cama, entre sus sábanas frías por la ausencia nocturna, donde podrá dormir hasta las doce, quizás hasta la una y, si tiene suerte, desde el preciso instante en que apoye la cabeza sobre la almohada hasta que la luz del mediodía se filtre por la ventana y la despierte, tendrá agradables sueños. Pero para eso primero tiene que llegar a casa. Abre la puerta del coche y se sienta, introduce la llave en el contacto y la gira en el sentido de las agujas del reloj. El coche gruñe, emite un sonido similar a la carraspera de un viejo borracho. El motor se cala... lentamente. –Venga, cielo –dice Kat. Pisa el acelerador. El motor vuelve a calarse, esta vez un poco más rápido. Y otra vez más. Cada vez a más velocidad. Levanta el pie del acelerador, no quiere ahogarlo. Se vuelve a encender. Carraspea, tose y finalmente arranca con toda su fuerza. Gracias al cielo. Kat se enjuga la frente, feliz de no tener que llamar a un taxi, y en cuanto lo hace recuerda la grasa de sus manos, se contempla en el retrovisor y se ríe. Un manchón negro le recorre la frente como a un vagabundo de una película muda. Y ni siquiera puede limpiárselo; intentar hacerlo sería aún peor. Pero a Kat no le importa. Ha sido una noche larga. Ha trabajado diez horas de tirón y está cansada. Ahora lo único que tiene que hacer es irse a casa. Ésa es su última tarea antes de que salga el sol.

Kat acciona un interruptor del salpicadero y los faros delanteros proyectan dos haces de luz en medio de la noche. Ve motas de polvo e insectos flotando en la luz y recuerda un día cuando tenía tres años, quizá cuatro, en que estaba tumbada en la cama de sus padres, que a ella se le antojaba enorme, grande como una isla. Se suponía que tenía que estar dormida. Era la hora de la siesta, por eso estaba allí, pero estaba despierta, observando un rayo de luz solar blanquecina que entraba por la ventana e incidía sobre sus piernecitas desnudas. Le gustaba notar el calor mientras veía las motas de polvo flotando en el aire. Ella entonces pensaba que las motas de polvo eran seres vivos. Reía viéndolas danzar y alargaba la mano para intentar agarrarlas, pero, por algún motivo, no lo conseguía. Siempre se le anticipaban y escapaban de la garra de su regordete puño justo antes de que las atrapara. Kat acciona otro botón y se enciende la radio. Una voz masculina gutural y estática, artificialmente profunda, informa: «... el presidente Johnson declaró hoy que la decisión de Cuba de cortar el suministro de agua potable a la base naval de la bahía de Guantánamo era inaceptable. En el apartado de sucesos, Jimmy Hoffa, que la semana pasada fue declarado culpable de prevaricación por un jurado federal en...». Kat hace una mueca y gira el dial. Las noticias no son más que blablablá; sólo le confirman, una y otra vez, cuán pequeña es ella y lo grande que es el mundo, y que no puede hacer nada por detener ni influir siquiera en los asuntos más importantes. Kat prefiere concentrar su atención en cosas que sí puede cambiar, como las vidas de las personas que la rodean y su propia vida. Pequeños cambios, objetivos asequibles. Como servir una bebida. Como cambiar una rueda pinchada. «... Esta noche se esperan temperaturas de cinco grados bajo cero, con chubascos matutinos y...» Vuelve a hacer girar el dial. «Aquí Buddy Holly y los Crickets con Not Fade Away, grabada justo dos años antes de la prematura muerte de Holly. Cuesta creer que hayan transcurrido ya cinco años de ello, ¿verdad? Bien, les habla Dino desde su emisora de radio y les recuerdo que sintonizan la WMCA. Buddy sigue vivo.» Y la canción empieza a sonar con su ritmo a lo Bo Diddley golpeando una caja de cartón. Kat sube el volumen de la radio y mete la primera marcha. Mientras Buddy Holly canta desde la tumba y explica lo que va a pasar, Kat conduce de noche a través de una ciudad invadida por el silencio y el vacío, rebasa un cine que anuncia Teléfono rojo. ¿Volamos hacia Moscú? en la marquesina; deja atrás una librería con un montón de libros en rústica a cuarenta centavos el ejemplar apilados en el escaparate, y pasa junto a un fardo de periódicos de la edición matutina atados con cordel y cubiertos de rocío que hay frente a un quiosco al que han echado el candado durante la noche. Dentro de cuarenta y cinco minutos, un tipo gordo con cicatrices de acné de cuando tenía veinte años y la misma rabia que sentía contra quienes le gastaban bromas pesadas en el instituto a aquella edad aparecerá, abrirá el quiosco y cortará el cordel del fajo de diarios. Los periódicos informan de que es 13 de marzo, pero, a juzgar por el oscuro horizonte que contempla mientras conduce, Kat sabe que no será 13 de marzo hasta dentro de tres horas, como mínimo, al menos por lo que a la mayoría de las personas concierne, al margen de lo que diga la prensa. Kat piensa que le encantaría poder detener su coche y leer uno de esos diarios y descubrir qué sucederá mañana mientras ella duerma durante el día, pero, como es sabido, los diarios con fecha de hoy sólo contienen noticias antiguas, noticias sobre acontecimientos que ya han ocurrido, acontecimientos que nadie puede cambiar ya. Incluso a las cuatro de la madrugada. Mientras Kat conduce por un tramo solitario de carretera, otro coche, un Fiat 600 de 1963 de color azul claro que viene dándole alcance desde la última media hora (ha visto los faros delanteros redondos y pequeños aumentar de tamaño a cada segundo que transcurre) la adelanta con un silbido de viento, el agudo chirrido de su motor revolucionado y el gañido de sus exhaustos neumáticos de banda blanca. Poco después de adelantarla, Kat dobla a la izquierda y se interna en una calle nocturna y silenciosa de camino a casa, en el sudoeste, en dirección a Queens Boulevard. De haber continuado en línea recta habría visto al Fiat avanzar hacia la siguiente intersección. Habría visto el semáforo de dicho cruce cambiar de verde a ámbar. Habría oído las revoluciones por minuto aumentar un grado cuando el conductor del Fiat ahogó aún más el pequeño motor de su coche, pisando el acelerador hasta tocar con el suelo. Habría visto la luz ámbar cambiar a rojo. Habría visto al Fiat entrar en el cruce saltándose el semáforo en rojo. Habría visto una ranchera verde entrar en el cruce al mismo tiempo desde la derecha. La habría visto impactar con el Fiat, por la puerta del conductor, y habría oído el estruendo de la colisión, similar a un rayo; habría visto el Fiat dar vueltas sobre su eje, lo habría visto perder el control mientras el conductor giraba una y otra vez el volante en el sentido incorrecto en el momento incorrecto; lo habría visto dar tres vueltas de campana antes de detenerse boca abajo a un lado de la carretera, dejando tras de sí una estela de cristales rotos y metales. Lo habría visto allí, boca abajo, en medio del vacío aire nocturno, con sus tristes ruedecitas girando furiosamente sin aferrarse a nada, como un escarabajo panza arriba, bajo la luz amarilla de una luna lunática. Habría visto la furgoneta que chocó con el Fiat, ahora con sólo un faro, retroceder, enderezar el rumbo y largarse pitando de allí. Habría visto el lívido rostro del conductor de la ranchera volverse a mirar la carnicería fugazmente antes de darse a la fuga. Pero nunca habría sabido por qué el conductor huyó de la escena cuando fue el Fiat el que se saltó el semáforo en rojo. Nadie lo sabrá nunca. Nadie salvo el propio conductor. Y, además, Kat no siguió en línea recta. Dobló a la izquierda y continuó conduciendo, y eso sigue haciendo en estos momentos, avanzar a un ritmo constante hacia su casa con su propio reflejo en las ventanas y escaparates de los edificios que flanquean la calle como única compañía. Tres Kats avanzando en la misma dirección. Imposible haber presenciado el accidente. Y cuando oye el estrépito del impacto, no sabe de dónde procede. Lo escucha, baja el volumen de Buddy Holly unos instantes y echa un vistazo por el retrovisor, pero al no ver nada salvo la oscuridad, ni siquiera un par de faros en el pasado lejano contemplándola como los ojos de un lobo, vuelve a subir el volumen de la radio, quizás un poco más alto de lo que lo tenía antes de escuchar el desconcertante ruido del accidente, y prosigue la marcha. Tal vez lo que ha oído sólo haya sido un trueno. ¿No ha dicho el tipo de la radio que habría chubascos matutinos? Alza la vista hacia el cielo y, aunque está lleno de nubes iluminadas por la luz de la luna, aún no parecen lo bastante densas como para que descarguen lluvia. Todavía no. Pero quizá se equivoque. En tal caso, espera llegar a casa antes de que se desate el aguacero. No lleva consigo su paraguas.

240 Pgs. 16.95€

MARCADO A FUEGO (BRIAN FREEMAN)

Una joven asesinada en la playa, un hombre acorralado por el odio de todo un pueblo... y un policía que sabe que para descubrir la verdad hay que remover las cenizas, aun a riesgo de quemarte con las brasas.







FRAGMENTO

Prólogo
SEIS AÑOS ATRÁS

Glory Fischer estaba tendida sobre un colchón en el suelo, con los ojos castaños abiertos, mientras espantaba los mosquitos que se posaban en su cara y escuchaba el frenético batir de alas de las polillas contra la mosquitera. Tenía una película de sudor sobre la piel y el camisón se le pegaba a las escuálidas piernas debido a la humedad. Esperaba, mordiéndose las uñas, a que la casa se sumiera en el silencio. A la una de la madrugada decidió que ya era seguro escabullirse, del mismo modo en que lo había hecho las cinco últimas noches. Nadie la oiría marcharse. Nadie la oiría volver. Su madre dormía sola en una habitación en la otra punta del pasillo, con un ventilador eléctrico que rechinaba junto a su almohada y ahogaba sus ronquidos. Su hermana Tresa y la mejor amiga de ésta, Jen, por fin se habían dormido también. Las dos niñas se habían quedado despiertas hasta tarde, representando en voz alta historias de una revista de vampiros. Era un martes de mediados de julio, y los horarios para irse a la cama pronto porque al día siguiente había escuela quedaban muy lejos. Por lo general, a Glory no le gustaba que Jen se quedara a pasar la noche, pues el follón del otro lado de la pared no la dejaba dormir. Pero hoy no le importaba, pues de todos modos tenía que mantenerse despierta. Jen vivía en la casa del otro lado de la carretera, pero Glory no creía que la amiga de su hermana supiera lo que había escondido en el altillo encima de su garaje. Nadie lo sabía. Ni la madre de Jen, Nettie, que ahora estaba postrada en una silla de ruedas y casi nunca salía de casa. Ni su padre Harris, que se pasaba la mayor parte del tiempo viajando en coche por las carreteras de Wisconsin a causa de su trabajo. Ni tampoco sus dos hermanos mayores. En especial ellos dos. Si lo hubieran sabido, habrían reaccionado con crueldad, porque eso es lo que eran: niños crueles. Glory se sentó con las piernas cruzadas, el camisón rosa arremangado por encima de las rodillas. El cálido viento sopló por debajo de la cortina e inundó la habitación de olor a cerezas, que en aquella época del año cubrían las carreteras del condado, aplastadas como manchas de pintura roja. Glory se inclinó, abrió el ultimo cajón de su cómoda y buscó debajo de su ropa interior el alijo que había guardado allí antes: un cartón de leche templada, sin abrir, y una bolsa de papel llena de patatas fritas desmenuzadas, semillas de girasol, plátano chafado y huevo duro. La niña de diez años se puso en pie e introdujo sus pies descalzos en las deportivas. Era hora de irse. Tiró de la mosquitera rota de su ventana hasta que pudo introducir una pierna y luego la otra. Sujetó la bolsa de papel con los dientes y apretó el cartón de leche bajo el brazo. Saltó con torpeza y aterrizó en el suelo, un metro y medio más abajo. Su boca se abrió en un sonoro ¡uf!, la bolsa cayó y su contenido se desparramó. La recogió y miró en su interior: aún quedaba mucha comida. Glory se mordió el labio y contempló las malas hierbas del jardín y el bosque cercano. El mundo parecía muy grande y ella, muy pequeña. El cielo sin luna estaba punteado de estrellas. Los pinos se balanceaban como gigantes y se susurraban unos a otros. Glory hizo de tripas corazón y echó a correr entre la alta hierba. Imaginaba que si corría lo bastante rápido, las garrapatas y los insectos que se aferraban a los brotes verdes no aterrizarían sobre ella. Movía rítmicamente los brazos mientras su largo pelo flotaba tras ella, y al final alcanzó la carretera de tierra, rizada de huellas de tractores, y se detuvo respirando hondo en el aire sofocante. El camino rural estaba solitario. No había coches ni farolas, apenas una hilera torcida de postes de teléfono junto al mismo, que sujetaba un hilo abombado como una cuerda de saltar. La casa de dos plantas se alzaba al otro lado, custodiada por los robles que se extendían por el largo camino de entrada. Glory echó a correr de nuevo pero aminoró el paso al acercarse. La pintura desconchada y las contraventanas descolgadas le produjeron un escalofrío, y al soplar el viento, la casa suspiró. En una ocasión le había preguntado a su madre si la casa de los Bone estaba encantada. Una expresión extraña había cruzado su rostro y le había dicho que los fantasmas y los monstruos no existían, que sólo había personas infelices. Glory se acercó al garaje, que se alzaba en medio de un campo de hierba. La puerta lateral estaba cerrada con un candado oxidado. Sabía dónde guardaba la llave el señor Bone: colgada de un gancho oculto bajo el alféizar de la ventana. Abrió el candado, dejó de nuevo la llave en el gancho y empujó la puerta. Siempre que entraba allí, se le hacía un nudo en el estómago. De los estantes que había junto a la puerta cogió la pesada linterna, cuyas pilas crepitaron al encenderla, y consiguió dibujar un pequeño círculo de luz anaranjada en el suelo. Había cagadas de ratón desperdigadas bajo sus pies y, frente a ella, una furgoneta con la parte trasera cubierta por una lona sucia. En la parte posterior del garaje, una escalera de madera llevaba al altillo. –Soy yo –dijo en voz baja–. Estoy aquí. Glory avanzó de puntillas hacia la escalera. La madera podrida de los escalones se combó a su paso, mientras se le clavaban astillas en los dedos. A tres metros de altura, se arrastró por el suelo del altillo, cubierto de latas de pintura y mantas mohosas. Los clavos sobresalían entre las tejas del tejado, y bajo el alerón crecía lo que parecía un enorme trozo de papel arrugado, que en realidad era un nido de avispas. –Eh –llamó–. ¿Dónde estás? Oyó unas uñas que raspaban y un débil gemido. Al enfocar la linterna hacia el sonido, vio los grandes y curiosos ojos del gatito, que parpadeaban mientras salía de su escondite. Cogió al pequeño animal en brazos y fue recompensada con un sonoro ronroneo que resonó con fuerza en sus oídos. El pelaje erizado del cachorro estaba veteado en canela y negro, con rayas atigradas. –Mira qué te traigo –dijo Glory. Vertió la leche en la tapa de un bote de cristal sucio, desparramó la comida de la bolsa de papel por el suelo y dejó que el gatito la atacara con voracidad. Le acarició el lomo mientras comía ruidosamente y luego lo cogió con una mano y lo depositó cerca de la leche, donde bebió hasta que la boca le quedó mojada y blanca. Una vez hubo terminado, el cachorro trepó por sus piernas desnudas con pasos vacilantes y ella volvió a dejarlo sobre el suelo del altillo. Mientras Glory lo contemplaba alegremente, el cachorro entraba y salía del haz de luz golpeando un escarabajo negro con sus diminutas patas delanteras. Glory estaba tan fascinada con las travesuras del gatito, tan encantada con él, que tardó en darse cuenta de que ya no estaba sola. Entonces se le disparó el corazón en el pecho: había oído pasos en la grava del exterior del garaje. Glory contuvo la respiración, cubrió la luz y se apartó del borde del altillo. «No entres, no entres, no entres», suplicó mentalmente, pero enseguida oyó el ruido de la placa metálica de la cerradura, mientras la puerta lateral se abría bajo ella. Alguien entró sigilosamente en el garaje. Había alguien con ella, moviéndose en la oscuridad del modo en que lo haría un fantasma, o un monstruo. Apretó el gatito contra su pecho y se aplastó contra una manta sobre el suelo. El cachorro se retorció y maulló entre sus brazos. Glory intentó ahogar el sonido presionando aquel pequeño cuerpo contra el suyo, pero quienquiera que estuviera abajo oyó algo entre las vigas y se detuvo. Hubo un momento de silencio terrible, y luego el haz de luz de una linterna atravesó la oscuridad, barrió como un reflector las esquinas del garaje y rastreó la pared del altillo, justo por encima de la cabeza de Glory, buscándola entre las telarañas. Pensó en gritar. Quienquiera que fuese se sorprendería, pero se reirían al encontrarla aquí. No había razón para tener miedo. Aun así, mantuvo los labios apretados con fuerza. Ni siquiera quería respirar. Era más de medianoche; nadie debería estar allí. De algún modo, el vacío que sentía en el estómago resultaba elocuente: algo malo estaba ocurriendo. La luz se apagó. Oyó una respiración agitada debajo de ella, mientras el desconocido arrastraba un objeto pesado de los estantes metálicos. Escuchó un extraño eructo de plástico y el siseo del aire. Algo rebotó contra el suelo con el sonido de la chapa de una botella, y el intruso no se molestó en recogerlo. Mientras Glory escuchaba petrificada por el miedo, oyó como se abría la puerta exterior. El candado repiqueteó, y el garaje se sumió de nuevo en una profunda calma. Se había acabado. Estaba sola. Esperó, con la sensación de que el tiempo no corría. No sabía cuánto llevaba tendida en el altillo, sin moverse, preguntándose si era seguro escapar. Finalmente, al sentir los insectos treparle por las piernas desnudas, agarró al gatito con una mano y descendió por la temblorosa escalera. Cubrió con un salto el último mediometro hasta el suelo y avanzó a ciegas con pasos vacilantes hacia la ventana, para poder echar un vistazo al exterior. Espió a través del oscuro cuadrado de cristal, que se abría hacia la pared oeste de la casa de los Bone. El marco le quedaba por encima de la cabeza, y tenía que ponerse de puntillas para mirar afuera. El cristal estaba lleno de agujeros producto de los perdigones que disparaban los chicos Bone. El aire soplaba a través de las grietas. Antes de asomarse por encima de la repisa, percibió un olor que era a un tiempo empalagosamente dulce y penetrante. Gasolina. Una ola de gasolina dispuesta a empaparla y ahogarla. Glory no entendía nada, pero el intenso olor le provocaba deseos de correr. Correr muy rápido, con el gatito protegido entre sus brazos. Correr a casa y meterse en la cama. Huir. Asomó los ojos por encima delmarco de la ventana. Al hacerlo, tuvo que taparse la boca con la mano para no gritar. Una silueta negra se erguía al otro lado del cristal, a sólo unos centímetros. No podía distinguir su rostro, pero cerró los ojos con fuerza y se quedó inmóvil, como si convirtiéndose en una estatua pudiera volverse invisible. La nariz se le inundó de los vapores de la gasolina, y tuvo que reprimir un estornudo. Al ver que nadie se acercaba corriendo, se atrevió a mirar entre sus párpados. La persona no se movía. Oyó una respiración ruidosa, como la de un animal jadeante. Antes de que su cerebro pudiera procesar lo que estaba ocurriendo, distinguió un pequeño trozo de mano, piel desnuda, y la minúscula erupción de una llama. Una cerilla. La mano la encendió y la dejó caer. La llama descendió hacia el suelo con un destello de luz, igual que una estrella fugaz. Un acto muy sencillo: alguien que encendía un cigarrillo y luego pisaba la cerilla con los pies. Pero no había ningún cigarrillo. El mundo de Glory estalló en pedazos. La llama alcanzó la tierra y un chorro de fuego salió despedido, cubriendo la ventana y empujándola hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho. Se protegió los ojos con la mano, y observó entre sus dedos llenos de cortes cómo el fuego brincaba igual que un acróbata circense hacia la casa de los Bone. Las llamas avanzaban velozmente por los senderos chamuscados e interconectados, lamiendo con avidez las paredes antes de alzarse hacia el cielo. En segundos, el fuego se había apoderado de la escena y consumía la estructura de la casa, como si no fuera más que un montón de astillas apiladas bajo una parrilla. Percibió el olor a madera quemada y oyó pequeñas explosiones, como si alguien hiciese crujir sus nudillos. A través de las ventanas de la casa distinguía el resplandor amarillo de las llamas extendiéndose por el interior, y pronto ya no pudo ver la casa en absoluto: había desaparecido tras una torre de fuego y humo. El calor era tan salvaje, tan próximo, que se le empezaron a chamuscar las manos y la cara. Retrocedió entre arcadas mientras el humo tóxico se colaba por la ventana e inundaba el garaje. Llorando y tosiendo, Glory trató de escapar por la puerta, pero estaba cerrada por fuera. Las bisagras rechinantes se negaron a ceder. Al tocar el pomo, se quemó los dedos con el metal ardiente y soltó un grito. En el garaje reinaba ahora la misma claridad que en pleno día, pero la nube de humo blanco que flotaba en el aire era tan impenetrable como la oscuridad. Glory echó a correr hacia la gran puerta del automóvil, tratando de huir del fuego; tiró de la manija pero no consiguió moverla. Apenas podía respirar. El humo se le metía en los ojos y los pulmones. Cayó de rodillas y se echó a llorar mientras un dragón naranja crepitaba a través de la pared y comenzaba a devorar el garaje. El ruido era tremendo y terrorífico, un bramido, un bufido, peor que cualquier monstruo que ella hubiera imaginado que habitase allí. Glory retrocedió, rascándose las rodillas con el suelo hasta sangrar. Se pertrechó en la esquina más distante, y cuando ya no pudo alejarse más, se encogió sobre sí misma. Apretó el gatito contra su mejilla, besó su cara una y otra vez y le susurró al oído: –Tranquilo, tranquilo... Cerró los ojos al tiempo que el fuego la cubría y la atacaba con su malvada lengua, como un demonio siseante. Rezó del modo en que su padre le había enseñado que debía rezarse antes de morir. Rezó para que Dios la alzara entre Sus brazos y la llevara de vuelta a casa, donde se despertaría sobre su colchón en el suelo de su cuarto. La húmeda noche volvería a estar en calma, los mosquitos zumbarían en sus oídos y el gatito ronronearía en sus brazos. Rezó. Incluso cuando una pared se derrumbó a su alrededor en una cascada de chispas y escombros, y dejó un agujero enorme por el que poder escapar, Glory rezó. Incluso cuando se arrastró al exterior sobre un reguero de brasas ardientes hasta alcanzar la seguridad de la hierba, con el gatito acurrucado contra su pecho, rezó. Quedó tendida y se cubrió las orejas con las manos, pero no pudo protegerse de aquel desagradable estruendo. Por encima del aullido del fuego oyó los angustiosos gemidos de los que morían dentro de la casa de los Bone, y en medio de su desesperación rezó para que Dios hiciera que aquella noche no fuese real. Que la hiciera desaparecer para siempre. Que limpiara su memoria hasta que lo olvidase todo, incluso sus peores pesadillas. «Por favor, Dios, déjame olvidarlo todo», rezó Glory. Olvidarlo todo. Olvidarlo todo.

Primera Parte 
LA PUERTA DE LA MUERTE
 I 
 La chica del biquini hizo una pirueta sobre la arena mojada. Se encontraba a unos cien metros, y todo lo que podía ver Mark Bradley era el brillo de su piel desnuda a la luz de luna. Bailaba como un espíritu del agua, con la cabeza echada hacia atrás, la melena cayéndole por la espalda y los brazos extendidos como si fuesen alas. Las oscuras aguas del golfo estaba tan en calma como un espejo, y apenas lamían la orilla. La chica salpicaba y chapoteaba, metiéndose de vez en cuando en las cálidas aguas hasta alcanzarle las rodillas. Pudo oírla cantar para sí misma. Tenía una voz dulce, pero no afinaba del todo. Reconoció la canción; recordaba haberla puesto en su walkman mientras hacía jogging en Gran Park, en el centro de Chicago, de adolescente. Para la chica de la playa el tema debía de ser un viejo éxito, propio de la generación de su madre. La escuchó cantar el estribillo una y otra vez. Era «We Didn’t Start the Fire», de Billy Joel. Mientras se acercaba a la chica de la playa, Mark no pudo evitar admirarla. Su cuerpo era maduro, y las finas tiras de su biquini rojo lo dejaban al descubierto, pero aún tenía el andar desgarbado de una adolescente, toda brazos y piernas. Era más una niña que una mujer, con aquella inocencia para mostrarse casi desnuda en público. Se hallaba todavía demasiado lejos para poder ver su rostro, pero Mark se preguntó si su mujer, Hilary, la conocería. Daba por hecho que era una de las niñas que habían participado en el torneo de danza del hotel y que, ahora que la competición había terminado, disfrutaba de unos momentos de insomnio en la playa antes de regresar a casa. Mark tampoco podía dormir. Sentía pavor ante la idea de volver a Wisconsin. Las vacaciones en Florida habían constituido un paréntesis de una semana, y ahora tendría que enfrentarse a la realidad de su situación en casa. Aislado. Sin trabajo. Enfadado. Hilary y él habían evitado el tema durante casi todo el año anterior, pero no podían seguir haciéndolo durante mucho tiempo más. Iban justos de dinero, así que debían tomar una decisión: quedarse o irse. Mark no quería renunciar a su sueño, pero no tenía ni idea de cómo recomponer las piezas de su vida. Las cosas no tenían que haber ido así. Habían abandonado Chicago para irse al campo, a Door County, porque deseaban una vida más tranquila en un lugar donde formaran parte de una comunidad y pudieran criar a sus hijos. En lugar de eso, todo se había convertido en una pesadilla para Mark. Ahora las sospechas le seguían a todas partes. Estaba marcado con una letra escarlata. D de depredador, y todo por culpa de Tresa Fischer. Se dio un golpe con el puño en la palma de la otra mano. A veces, su propia furia le superaba. No culpaba a Tresa, al fin y al cabo sólo era una chica enamorada. Pero los demás –los profesores, los familiares, los padres, la policía, la junta escolar– habían ignorado sus negativas y habían hecho pedazos su vida y destrozado su carrera. Tenía sed de venganza por aquella injusticia. Tenía ganas de hacer daño a alguien. No era un hombre violento, pero a veces se preguntaba qué haría si se encontrara con el director de la escuela en un parque desierto, donde nadie pudiera verle ni pudiera saber nunca qué había hecho. Mark se detuvo en la playa, cerró los ojos y respiró hondo hasta que su ira se disipó. Las olas iban y venían, y notaba la arena cosquilleándole bajo los pies. La tranquilidad del agua le calmó, que era la razón por la que había ido ahí. Aspiró el aroma salobre a pescado del golfo. El aire suave y húmedo resultaba un tónico comparado con el clima frío de su hogar, donde las temperaturas en marzo apenas superaban los cero grados. Le habría gustado quedarse allí para siempre, pero nada duraba para siempre. Sabía que era hora de volver al hotel. Hilary se había quedado sola, y si estaba despierta se preguntaría adónde habría ido. Al constatar que no podía dormirse, Mark se había deslizado fuera de la cama, se había puesto el bañador y una camiseta sin mangas amarilla y había salido por la puerta del patio, por donde se llegaba directamente a la llana franja de arena que quedaba más allá de las palmeras. El mar le había ayudado a aclarar sus pensamientos, pero el alivio era temporal, como siempre. Las cosas no cambiaban. Sólo empeoraban. Mark volvió a oír la voz. «We Didn’t Start the Fire.» La chica se movía sin rumbo fijo cerca de él. Tenía una botella de vino en la mano, y bebía de ella como si fuera Gatorade. Al verla tambalearse sobre la playa se dio cuenta de que estaba borracha. Ahora se encontraba a sólo unos veinte metros de él, con la piel bronceada y húmeda. Tiró de la parte superior de su traje de baño para ajustárselo, sin ser consciente del gesto. El pelo mojado le caía por encima de la cara; al apartárselo, sus ojos se encontraron. Los de ella estaban desenfocados y mostraban una expresión salvaje. Mark sabía quién era. –Oh, hija de puta –murmuró entre dientes. Era Glory Fischer. La hermana de Tresa. Miró instintivamente a un lado y a otro de la playa. Estaban solos. Eran casi las tres de la madrugada. Echó un vistazo a la torre del hotel; en las pocas habitaciones donde había luz, no distinguió la silueta de nadie que mirara hacia fuera. Odiaba que su primer pensamiento hubiera sido protegerse, pero se sentía culpable y expuesto tan cerca de una chica. En especial de esta chica. Ella tardó un rato en percatarse de quién era, pero al reconocerlo le dedicó una sonrisa burlona. –Eres tú –dijo. –Hola, Glory. ¿Estás bien? La chica ignoró la pregunta y murmuró por lo bajo. –¿Me has seguido? –preguntó. –¿Seguirte? No. –Apuesto a que me has seguido. No pasa nada. –¿De dónde has sacado el vino? –preguntó él. –¿Quieres un poco? –Miró la botella y se percató de que estaba vacía. Al volverla bocabajo, unas cuantas gotas rojas cayeron sobre la arena–. Mierda. Lo siento. –No deberías estar aquí fuera –observó él–. Deja que te acompañe al hotel. Glory le señaló con el dedo y su torso se tambaleó, inestable. –A Tresa no le gustaría, ¿verdad? Vernos juntos. A Troy tampoco. Se pone muy celoso. Si quieres montártelo conmigo, tendrá que ser aquí. ¿Quieres hacerlo conmigo? Mark se puso tenso. Sabía que no debía estar ahí. Tenía que largarse antes de que la cosa se pusiera más fea, antes de que alguien los viera juntos. –Venga, vamos –le pidió a Glory–. No quiero que te quedes sola en la playa. No es seguro. Has bebido. –¿Cuál es el problema? Tú me protegerás, ¿no? Eres grande y fuerte; nadie se meterá contigo. Mark alargó la mano para cogerla del brazo, pero ella se escabulló. Él se pasó la mano por el corto pelo en un gesto de desesperación. –No voy a dejarte aquí sola. –Pues no te vayas. Quédate. Me gusta estar aquí contigo. –Es tarde. Deberías estar en la cama. Glory sonrió y le sacó la lengua. –¿Ves? Sabía que eso era lo que querías. –Estás borracha. No quiero que te hagas daño. Ella volvió a tararear por lo bajo la misma canción de Billy Joel. –Tresa te vio el viernes –dijo después. –¿Qué? –Os vio a Hilary y a ti en el auditorio, por eso se equivocó durante la actuación. Se disgustó mucho. No podía concentrarse sabiendo que estabas ahí. –No se acaba el mundo por no ganar. –Sí, ya lo sé. –A Glory no parecía preocuparle el fracaso de Tresa. Su cara aparecía cubierta de un brillo de ebriedad, como si estuviera ahogando sus penas–. Eh, una vez leí un poema que decía que el mundo acabaría ardiendo en llamas. –Robert Frost –dijo él. –¿Lo conoces? Uh, sí, claro, el profe de Lengua inglesa... –Le miró como si fuera un juguete roto–. Bueno, quiero decir que antes lo eras. Tresa lamenta mucho lo que ocurrió. –Vámonos, Glory. –Tresa nunca pensó que harían algo así. –Deberíamos volver al hotel –insistió él mientras le tendía la mano. Glory la cogió entre las suyas, pero luego deslizó uno de sus húmedos brazos alrededor de su cintura, le acercó la cara al cuello y alzó la barbilla hacia él. El aliento le apestaba a alcohol y tenía los dientes manchados por el vino. –Bésame –dijo. Él se llevó la mano a la espalda para desprenderse de ella. Miró por encima del hombro de nuevo en dirección al hotel y le embargó una sensación incómoda, como si le observaran desde la oscuridad. O a lo mejor alguien le estaba poniendo a prueba. –Para. –Tresa dice que tus labios son suaves –susurró Glory. Mark le apartó las manos y dio un rápido y vacilante paso hacia atrás sobre la arena. Cuando Glory alargó las manos para abrazarlo, descubrió que estaba demasiado lejos, trastabilló y cayó de rodillas. El pelo castaño le cubría el rostro. Su piel estaba pálida, y Mark vio en su mirada que parecía desorientada. –¿Estás bien? –preguntó. Glory no dijo nada. Mark se agachó frente a ella. Las lágrimas le cubrían la cara y se secó la nariz con el dorso de lamano. Allí de rodillas, llorando, de nuevo parecía una hermosa chica perdida. La típica adolescente con granos en la frente. Una niña intentando actuar como una adulta. Mark alargó la mano para tocarle el hombro pero la apartó enseguida, como si su piel estuviera en llamas. –¿Qué pasa? –preguntó–. ¿Por qué estás aquí fuera, sola? –No quiero ir a casa –respondió ella. –¿Por qué no? Ella meneó la cabeza. –No sé qué hacer. Mark empezó a presionarla para que le diera más detalles, pero se dio cuenta de que se estaba dejando arrastrar a la vida de esa chica y sus problemas. Ésa había sido siempre su debilidad. Era un solucionador de problemas. –Te llevaré al hotel –murmuró. La cogió del codo y la ayudó a ponerse en pie. Las piernas de la joven flojearon y se cogió a él para mantener el equilibrio, agarrándole del cuello con tanta fuerza que le clavó las uñas. Él la guió hacia la arena seca con un brazo alrededor de su cintura, pero ella se liberó y volvió a dirigirse al agua con unos saltitos inestables. La arena se le pegó a las rodillas y los muslos. Abrió los brazos en dirección a él. –Vamos a bañarnos –propuso. –Creo que no. –Un baño rápido; luego nos vamos. –No. –Oh, venga. –Había vuelto a ponerse coqueta. Sus estados de ánimo cambiaban como nubes cruzando delante de la luna–.No muerdo. A menos que te guste. –Sal del agua –la conminó con severidad–. Estás borracha. Podrías hacerte daño. –Creo que me tienes miedo –dijo ella–. Me deseas. –Deja de jugar, Glory. –Crees que soy demasiado joven, pero no es así. –¿Cuántos años tienes, dieciséis? –¿Y qué? Todo lo que tiene que funcionar funciona. Mark no se sentía vulnerable, pero recordó lo que Hilary le había dicho acerca de su trabajo como profesor de adolescentes: «Crees que son niñas, y no lo son». Quería terminar con ese encuentro. Deseó no haber abandonado nunca la cama y no haber ido a dar un paseo por la playa. Nada bueno iba a salir de quedarse allí con Glory. –Está bien jugar con fuego –dijo la chica. –Me voy. Glory se arrastró fuera del agua, echó a correr en su dirección y se quedó de pie frente a él, goteando. Volvió a adoptar un tono infantil. –No te vayas. –Los dos nos vamos adentro. –¿Por qué no quieres enrollarte conmigo? –quiso saber ella–. ¿Es por Tresa? No se lo contaré. –Oh, por el amor de Dios, Glory –masculló él, exasperado. –No soy virgen –continuó ella–. Troy ni siquiera fue el primero. ¿Sabes cómo me llaman los chicos de la escuela? ¿Mi apodo? Glory, Glory, aleluya. –No deberías alardear de eso –replicó él antes de poder contenerse. No deseaba echarle un sermón ni verse arrastrado a una discusión acerca de su sexualidad; sólo quería dar media vuelta y marcharse. Las cosas se estaban saliendo de madre. Vio como ella fijaba la mirada en unas palmeras por encima de su hombro y se estremeció. Se volvió esperando encontrarse a alguien observándolos. Sabía que si les descubrían, se repetiría lo del año anterior. Sospechas. Acusaciones. «Eres un acosador », dirían. Instintivamente buscó formas de explicar su comportamiento, de defenderse, aunque no había hecho nada malo. Sin embargo, no había nadie. Estaban solos. ¿Verdad? –Me marcho, Glory –insistió. –Si te vas, le diré igualmente a todo el mundo que nos hemos acostado –dijo ella–. ¿A quién piensas que creerán? Si te quedas, puede ser nuestro secreto. Glory se llevó las manos hacia atrás.Mark no sabía qué estaba haciendo pero cuando volvió a ver las manos éstas sujetaban las tiras de la pieza superior del biquini, que se balancearon por encima de sus caderas. Entonces manipuló el nudo de la nuca hasta deshacerlo, encogió el tronco y dejó que el top rojo se despegara de su piel y cayera al suelo. Su mirada traslucía seriedad y confianza mientras se cogía con las manos los pechos desnudos. –Nadie lo sabrá nunca –susurró.

480 pgs. 19.50€

miércoles, 16 de mayo de 2012

22/11/63 (STEPHEN KING)

El 22 de noviembre de 1963 tres disparos acabaron con la vida de John Fitzgerald Kennedy… ¿Te atreverías a cambiar la historia? ¿Estás seguro de saber lo que encontrarías a tu vuelta?







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FRAGMENTO

Nunca he sido lo que se diría un hombre llorón. Mi ex mujer alegó que el motivo principal de la separación era mi «inexistente gradiente emocional» (como si el tipo que conoció en las reuniones de Alcohólicos Anónimos no hubiera influido). Christy dijo que suponía que podía perdonarme por no haber llorado en el funeral de su padre, solo le había conocido seis años y no podía entender lo maravilloso y generoso que había sido (como cuando, por ejemplo, le regaló un Mustang descapotable por su graduación). Pero luego, cuando tampoco lloré en los funerales de mis propios padres —murieron con dos años de diferencia, mi padre de cáncer de estómago y mi madre de un inesperado ataque al corazón mientras paseaba por una playa de Florida—, empezó a comprender esa cosa del inexistente gradiente emocional. Yo era «incapaz de sentir mis sentimientos», en lenguaje de AA. —Jamás te he visto derramar ni una lágrima —me dijo ella, hablando con la monótona entonación que la gente emplea cuando está expresando el argumento definitivo que marca el final de una relación—. Ni siquiera cuando me amenazaste con marcharte si no iba al centro de desintoxicación. Esta conversación tuvo lugar aproximadamente seis meses antes de que ella recogiera sus cosas, las metiera en su coche, y se mudara a la otra punta de la ciudad con Mel Thompson. «Chico conoce a chica en el campus de AA.» He aquí otra frase de esas reuniones. No lloré cuando la vi partir. Tampoco lloré cuando regresé a la pequeña casa con la desproporcionada hipoteca. La casa que no había recibido a ningún bebé y que ya nunca lo recibiría. Me senté simplemente en la cama que ahora me pertenecía a mí solo, me tapé los ojos con el brazo, y me lamenté. Sin lágrimas. Pero no estoy emocionalmente bloqueado. Christy se equivocaba en eso. Un día, cuando tenía nueve años, volvía a casa del colegio y encontré a mi madre esperándome en la puerta. Me dijo que Rags, mi perro, había muerto atropellado por un camión que ni siquiera se molestó en detenerse. No lloré cuando lo enterramos, aunque mi padre me aseguró que nadie pensaría mal de mí si lo hacía, pero sí lloré cuando ella me lo contó. En parte porque fue mi primera experiencia con la muerte, pero sobre todo porque era mi responsabilidad asegurarme de dejarlo encerrado en nuestro patio trasero. Y también lloré cuando el médico de mi madre telefoneó para contarme lo sucedido aquel día en la playa. —Lo siento, pero no hubo nada que hacer —dijo—. A veces, cuando es tan repentino, los médicos solemos considerarlo una bendición. Christy no estaba allí (aquel día tuvo que quedarse hasta tarde en el colegio para reunirse con una madre que quería hablar de las notas de su hijo), pero yo lloré, ¿vale? Me metí en nuestro pequeño lavadero y cogí una sábana sucia del cesto y lloré. No mucho rato, pero las lágrimas rodaron. Se lo podría haber contado más tarde, pero no le vi el sentido, en parte porque ella me habría dicho que quería inspirar lástima (esta no es una expresión de AA, pero tal vez de bería serlo), y en parte porque no creo que la capacidad para soltar berridos en el momento justo deba ser un requisito para el buen funcionamiento de un matrimonio. Nunca vi llorar a mi padre, ahora que lo pienso; a lo sumo, expresaba sus emociones exhalando un profundo suspiro o gruñendo alguna risita a regañadientes; para William Epping no existían las lamentaciones ostentosas golpeándose el pecho ni las carcajadas estridentes. Pertenecía a esa clase de personas extremadamente calladas, y en gran medida, mi madre era igual. Así que quizá esta «no facilidad» para el llanto sea genética. Pero ¿bloqueado? ¿Incapaz de sentir mis sentimientos? No, yo nunca he sido así. Aparte de cuando me dieron la noticia de mi madre, únicamente recuerdo otra ocasión en la que lloré de adulto, y eso fue cuando leí la historia del padre del conserje. Estaba solo, sentado en la sala de profesores del Instituto de Secundaria Lisbon, corrigiendo un montón de redacciones que mi clase de lengua del programa para adultos había escrito. Por el pasillo me llegaba el ruido sordo de los balones de baloncesto, el estruendo de la bocina de tiempo muerto y el clamor del público que jaleaba mientras combatían las bestias del deporte: los Galgos de Lisbon contra los Tigres de Jay. ¿Quién puede saber cuándo tu vida pende de un hilo, o por qué? El tema que les había asignado era «El día que me cambió la vida». La mayoría de estos trabajos, aunque sinceros, eran horribles: relatos sentimentales acerca de una tía bondadosa que había acogido a una adolescente embarazada, un compañero del ejército que había demostrado el verdadero significado de la valentía, un encuentro fortuito con un famoso (creo que Alex Trebek, el presentador de Jeopardy!, pero quizá se trataba de Karl Malden). Aquellos de vosotros que seáis profesores y, por un salario extra de tres o cuatro mil dólares al año, hayáis dado alguna vez clase a adultos que estudian para sacarse el Diploma de Equivalencia de Secundaria, sabréis lo desalentadora que puede resultar la tarea de leer este tipo de redacciones. La nota apenas cuenta, o al menos para mí; yo aprobaba a todo el mundo, porque nunca he tenido un alumno adulto que no se dejara la piel en el empeño. Si entregabas una hoja de papel con algo escrito, Jake Epping, del departamento de lengua del Instituto Lisbon, siempre te echaba un cable, y si las frases estaban organizadas en párrafos, sacabas como mínimo un notable bajo. Lo que hacía la tarea ardua era que el rotulador rojo sustituía a mi boca como principal herramienta docente, y gastaba casi un rotulador entero. Me deprimía saber que muy poco de lo que señalara con aquella tinta roja iba a ser asimilado; si llegas a la edad de veinticinco o treinta años y no has aprendido a escribir correctamente (completo, no conpleto), o a poner mayúsculas donde corresponda (Casa Blanca, no casa-blanca), o a construir una frase que contenga un sustantivo y un verbo, probablemente ya nunca aprenderás. Aun así, seguimos al pie del cañón, trazando círculos alegremente alrededor de las faltas de ortografía en frases como «Mi marido se apresuró ha juzgarme» o tachando la palabra voceando y reemplazándola por buceando en la frase «Después de eso, iba muchas veces voceando hasta la balsa». En definitiva, una tarea inútil y pesada la que estaba realizando aquella noche mientras, no muy lejos, otro partido de baloncesto de instituto se escurría hacia otro bocinazo final, mundo sin fin, amén. Esto ocurrió poco después de que Christy abandonara el centro de desintoxicación, y supongo que pensaba, si es que realmente pensaba en algo, en la esperanza de llegar a casa y encontrarla sobria (y así fue; se ha aferrado a su sobriedad mejor de lo que se aferró a su marido). Recuerdo que me dolía un poco la cabeza y me masajeaba las sienes del modo en que uno lo hace cuando intenta evitar que un pequeño pinchazo se convierta en una saeta. Recuerdo que pensé: Tres más, solo tres, y podré largarme de aquí. Me iré a casa, me prepararé una taza grande de cacao instantáneo, y me sumergiré en la nueva novela de John Irving sin tener estas historias sinceras pero mal escritas pendiendo sobre mi cabeza. No hubo violines ni campanas de alarma cuando saqué del montón la redacción del conserje y la puse delante de mí, ninguna sensación de que ni mi insignificante vida ni la de nadie estaba a punto de cambiar. Pero eso nunca se sabe, ¿verdad? La vida cambia en un instante. El conserje había utilizado un bolígrafo barato cuya tinta emborronaba las cinco páginas en varios sitios; debió de mancharse todos los dedos. Su caligrafía era un garabato enrevesado pero legible, y debió de presionar con fuerza, porque las palabras quedaron verdaderamente grabadas en aquellas páginas de cuaderno barato; si hubiera cerrado los ojos y deslizado los dedos por la parte de atrás de aquellas hojas arrancadas, habría sido como leer Braille. El final de cada y minúscula estaba rematado con una pequeña ondulación, una especie de floritura. Lo recuerdo con especial claridad. También recuerdo cómo empezaba su redacción. Lo recuerdo palabra por palabra. No fue un día sino una noche. La noche que cambió mi vida fue la noche cuando mi padre asesinó a mi madre y dos hermanos y me irió grave. También irió a mi hermana, tan grave que ella cayó en coma. En tres años murió sin despertar. Se llamaba Ellen y la queria mucho. Le gustaba recoger flores y ponerlas en boteyas. Hacia la mitad de la primera página empezaron a picarme los ojos y solté mi fiel rotulador rojo. Fue al llegar a la parte en que describía cómo se arrastraba debajo de la cama, con los ojos cubiertos de sangre (también me corría por la garganta y sabía horrible), cuando empecé a llorar (Christy se habría sentido muy orgullosa). Lo leí de principio a fin sin hacer ni una sola marca, enjugándome los ojos para que las lágrimas no cayeran sobre las páginas que obviamente le habían costado tanto esfuerzo. ¿No había creído que era el más lento de la clase, quizá solo medio peldaño por encima de lo que solíamos llamar «discapacitado mental educable»? Bueno, por Dios, existía una razón para ello, ¿no? Y también para la cojera. Después de todo, era un milagro que hubiera sobrevivido. Pero lo había hecho. Un hombre amable que siempre sonreía y nunca levantaba la voz. Un hombre amable que había pasado por un infierno y que se estaba esforzando —con humildad y esperanza, como la mayoría de ellos— para sacarse un título de secundaria. Aunque continuaría siendo conserje durante el resto de su vida, solo un tipo con pantalones caqui marrones o verdes, empujando una escoba o rascando chicle del suelo con la espátula que siempre guardaba en el bolsillo trasero. Quizá pudo haber sido algo diferente, pero una noche su vida cambió en un instante y ahora simplemente era un tipo con uniforme al que los críos apodaban Harry el Sapo por su manera de andar. Así que lloré. No mucho rato, pero aquellas fueron lágrimas reales, de esas que surgen de lo más hondo. Por el pasillo me llegó el sonido de la banda de música del Lisbon, que tocaba el himno de la victoria, así que el equipo de casa había ganado, bien por ellos. Más tarde, tal vez, Harry y un par de colegas aparecerían en las gradas y barrerían la porquería que hubiera caído debajo. Tracé una gran A en rojo en la primera página del trabajo. Me quedé mirándola un minuto o dos, luego añadí un gran + en rojo. Porque era bueno, y porque su dolor había provocado una reacción emocional en mí, su lector. ¿Acaso no es eso lo que debe lograr un escrito sobresaliente? ¿Provocar una respuesta?

880 Pgs. 24€

CON EL AGUA AL CUELLO (PETROS MÁRKARIS)


Si Barcelona tiene a Carvalho, París a Simenon, Venecia a Brunetti y Sicilia entera a Montalbano, Atenas tiene al comisario de policía Kostas Jaritos. Metódico y perseverante en el trabajo, tozudo y temperamental en casa –sus discusiones con su esposa Adrianí son legendarias–, con Jaritos descubrimos la cara menos amable, pero real como la vida, de una Grecia en ruinas... financieras.





RECOMENDACIÓN DE LA LIBRERÍA ANTONIO MACHADO


FRAGMENTO


«¿Qué es el atraco a un banco comparado con la creación de un banco?» Bertolt Brecht, La ópera de los tres centavos 

1

Estoy que me subo por las paredes. A las seis y media de la tarde tenemos que estar en la iglesia. Ya son las seis y cuarto y Adrianí sigue encerrada en nuestro dormitorio con Katerina, dándole los últimos «retoques» al vestido de novia de ésta. Ahora bien, qué arreglos de última hora puede necesitar un vestido que nos costó una fortuna, es algo que no alcanzo a entender. –¡Fanis se hartará y se irá! –rujo desde la sala de estar. Como si gritara en el desierto. Vuelvo a caminar de un lado a otro embutido en mi uniforme de gala, sólo que, en lugar de desfilar en la plaza Sintagma, lo hago en mi salón, contando los minutos que faltan para la ceremonia nupcial mientras intento matar el tiempo y, de paso, calmar un poco mi crispación. Para colmo, el uniforme me aprieta como un corsé, ya que me lo pongo en contadas ocasiones. Estoy convencido de que se retrasan a propósito, para seguir la tradición según la cual la novia siempre hace esperar al novio en la puerta de la iglesia. Y como Katerina no tiene ni idea de esas artimañas, Adrianí ha ido llevándola a su terreno sin que ella se dé cuenta. Hablo por experiencia, porque me hizo lo mismo el día de nuestra boda. Poco me faltó para decirle al sacerdote: «Vayamos empezando, padre, que ya llegará la novia en cualquier momento». La puerta del dormitorio se abre a las seis y media en punto, es decir, a la hora en que debíamos estar en la iglesia. Katerina lleva el mismo vestido y el mismo velo, y Adrianí, el mismo traje de chaqueta azul con blusa blanca; es decir, que a simple vista no se aprecian «retoques» ni remiendo alguno. –¿Os dais cuenta de que deberíamos estar ya en la iglesia? –pregunto furioso. –Calma, calma. Llegaremos a tiempo –me tranquiliza Adrianí–. Todas las bodas empiezan con retraso. Delante de la puerta nos espera el Seat Ibiza, listo y engalanado para llevar a la novia. Hace cuatro meses que lo tengo, pero aún me sorprende verlo en lugar del Mirafiori, que fue sacrificado para la boda de mi hija. Una noche, mientras veíamos la televisión, de repente a Adrianí se le ocurrió que debíamos alquilar un taxi emperifollado para llevar a Katerina al altar. –¿Para qué queremos un taxi? –pregunté, ingenuo de mí–. Iremos en mi coche. –¿Pretendes llevar a nuestra hija a la iglesia en esa chatarra? –clamó Adrianí–. Y, dejando aparte a tu hija, ¿no te da vergüenza aparecer así ante tus colegas? ¿Acaso queda en Grecia algún policía que no tenga, como mínimo, un Hyundai? No quedaba ninguno. Unos tenían un Hyundai; otros, un Toyota o un Suzuki; algunos, un Opel Corsa. Mi Mirafiori era el único en todo el cuerpo policial. Mis colegas lo llamaban con ironía «password»: así como no se puede poner en marcha un programa en el ordenador sin dar el «password», tampoco se podía arrancar el Mirafiori sin Jaritos. Adrianí interpretó correctamente mi callado asentimiento y siguió atacando: –A veces no te entiendo, Kostas. Se te cae la baba cuando hablas de tu hija. Y ahora que se casa, ¿no merece ella un «plan Renove»? ¿Tan enganchado estás al Mirafiori de marras? Tenía razón, estaba enganchado. El Mirafiori era carne de mi carne, imposible retirarlo de la circulación. Adrianí, sin embargo, no pensaba ceder. –Antes iré a la boda en un camión que en el Mirafiori, te lo advierto. Katerina quiso ofrecer una solución conciliadora, como de costumbre, y propuso ir a la iglesia en el coche de Fanis. –¿Y quién conducirá? –quiso saber Adrianí. –Pues Fanis. –A la novia la lleva a la iglesia su padre, hija mía, no el novio. El padre entrega la novia a su futuro marido; éste no se la trae de casa. Al final, me convencí de que el Mirafiori tenía ya cuarenta años y que morir de viejo no era lo peor que podía pasarle. Si con esa decisión se acabaron, o al menos menguaron, mis tormentos psicológicos, mis suplicios como comprador no hicieron más que empezar. No sabía qué coche comprarme. Cuando no sabes, preguntas. Y cuando preguntas, acabas haciéndote un lío. –Señor comisario, no le dé vueltas. Cómprese un Hyundai –me aconsejó Dermitzakis–. Es la marca que ofrece una mejor relación calidad-precio. Además, la mitad de los policías conduce un Hyundai y nos hacen descuento en los concesionarios. –No hagas ni caso, ¿eh?, pero ni caso a los que te hablen de coches Hyundai y Nissan –me comentó Guikas–. Si no quieres tener problemas, cómprate un coche europeo. Un Volkswagen o un Peugeot. Eso sí que son coches. Al final, fue Fanis quien me sacó de dudas. –Cómprate un Seat Ibiza –me sugirió. –¿Por qué? –Por solidaridad entre los pobres. Ahora los españoles y los portugueses tienen problemas, como nosotros. Para los mercados financieros, somos los PIIGGS, los «cerdos». Y cada cerdo debe ayudar a los demás, no hacerles la pelota a los tiburones. Quisimos vivir como tiburones y ahora estamos ahogándonos, porque los cerdos no saben nadar. Por eso tienes que comprarte un Seat Ibiza. Y me compré un Seat Ibiza. El empleado del concesionario miraba el Mirafiori, a punto de jubilarse, como si se tratara de un dinosaurio. –¿Me permite que le dé un consejo, señor comisario? –Adelante. –¿Por qué no lo lleva al Museo Fiat? Le darán más por él. A continuación entré en un programa de aprendizaje intensivo que duró más o menos una semana. Cada vez que giraba el volante del Seat, ya me veía estampándome contra un poste o un escaparate. Cada vez que pisaba el acelerador, el coche embestía hacia delante como un griego que corre a pedir el cambio. Y es que mi pobre Mirafiori no tenía dirección asistida y, si quería acelerar, yo tenía que pisar el pedal a fondo. Sea como sea, Adrianí acaba de sentarse a mi lado, dejando todo el asiento trasero a Katerina, para que no se le arrugue el vestido de novia. Katerina y yo queríamos celebrar la boda en la iglesia de la Asunción, a dos manzanas de casa. –¡Ni hablar! –terció Adrianí–. ¿Cómo van a caber en la Asunción todos los colegas de Fanis y tus compañeros, además de los familiares por las dos partes? La boda se celebrará en San Spiridon y punto. Cuando entramos en el recinto de San Spiridon, no tengo más remedio que darle la razón, y por partida doble. Para empezar, el exterior de la iglesia está atestado de invitados, entre los que destacan los uniformes de mis colegas. En segundo lugar, como la boda anterior todavía no ha terminado, todos tenemos que esperar fuera de la iglesia. La gran sorpresa, sin embargo, es la banda de música de la policía que, dispuesta junto a la escalinata, empieza a tocar en cuanto la novia se apea del coche. –Papá, te voy a matar –me susurra Katerina al oído. Camina cogida de mi brazo y la noto temblar de rabia. –No he sido yo –le contesto también en susurros–. Ni siquiera se me había ocurrido. Sin duda, lo de la banda ha sido idea de Guikas, que mañana por la mañana me esperará en su despacho para recibir el agradecimiento de su subordinado. –Si nos hubiésemos casado el día de la fiesta nacional, ¿habrías sacado la división acorazada? –dice Fanis en el momento de recibir a Katerina. Pero no todos opinan igual: –Te felicito, Kostas. La banda es el toque de distinción que hacía falta –comenta Adrianí en tono melifluo. Pródromos, el padre de Fanis, se acerca entusiasmado: –Muy bien hecho, consuegro. Has puesto tu sello personal a la boda. Acepto los elogios inmerecidos en silencio, algo que ellos interpretan como modestia cuando, en realidad, es un silencio lleno de sentimiento de culpabilidad. Por suerte, la boda que estaba celebrándose ya ha terminado, Fanis y Katerina suben la escalinata, la banda ataca la marcha nupcial y entramos todos juntos en la iglesia. Por lo general, cuando se celebra una boda detrás de otra, las ceremonias no duran más de veinte minutos. El sacerdote masculla a toda prisa la mitad de las plegarias y de los salmos para que la siguiente boda empiece puntual. No es nuestro caso. Los sacerdotes han visto los uniformes y la fanfarria y leen el texto entero, lenta y melodiosamente. Cuando llegamos al «Isaías» han pasado ya tres cuartos de hora. Al final nos ponemos en fila para recibir las felicitaciones de los invitados, que duran media hora más. Como mínimo. De repente, Zisis aparece ante mí. Lleva un traje pasado de moda y una camisa blanca sin corbata. Ya que conozco la estrecha relación que lo une a Katerina, deduzco que ha sido ella quien lo ha invitado a la boda. Zisis le da un apretón de mano a Fanis y después se acerca a Katerina, que le abraza y le da un beso. Luego viene hacia mí. –Enhorabuena –dice–. Tu hija es una joya y tu yerno un buen hombre. Te felicito. Ya ha oscurecido cuando salimos de la iglesia. En cuanto la pareja de recién casados aparece por la escalinata, la banda empieza a tocar otra vez.

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