
FRAGMENTO
1
Todo empieza en un aparcamiento.
El solar se encuentra en la parte posterior de un bar donde suelen proyectarse acontecimientos deportivos, un edificio de ladrillo con múltiples heridas y cicatrices acumuladas a lo largo de su historia. Contra él han impactado conductores borrachos que pusieron marcha atrás en lugar de primera, se han tallado iniciales en sus paredes y ha sido objeto de actos vandálicos a manos de energúmenos beodos. En una ocasión, quince años atrás, alguien intentó prenderle fuego. Por desgracia para el potencial pirómano, la predicción del tiempo anunciaba lluvia. De manera que el bar aún se tiene en pie.
Son casi las cuatro de la madrugada, las tres y cincuenta y ocho, una hora muerta y tenebrosa en la que el primer destello del alba aún no ha alcanzado el horizonte por el este. Reina la oscuridad.
El bar está cerrado y silencioso.
Sólo hay tres vehículos en el aparcamiento, que normalmente bulle de actividad: un Studebaker de 1957, un Oldsmobile de 1953 y un Ford Galaxie de 1962 con el guardabarros abollado. Dos de esos coches pertenecen a clientes. Uno de ellos a un vendedor a domicilio que dedica sus días a intentar endilgar aspiradores; el otro, un parado que pasa sus días con la vista clavada en el techo agrietado del apartamento que no paga desde hace tres meses. Ambos se excedieron con las copas algo más temprano esa misma noche y hallaron otro medio de regresar a sus hogares, probablemente en taxi. Sobre todo, el parado. Al vendedor tal vez lo acompañara un colega, pero el parado casi seguro que subió a un taxi. Si se tienen treinta dólares y el alquiler cuesta ochenta, carece de sentido ahorrar. Mejor beber hasta caerse y pagar por una carrera a casa. También puede disfrutarse del viaje a las profundidades. Eso ocurre cuando se tienen ochenta y siete dólares y habría que reservar ochenta para el alquiler.
Vasos de plástico, periódicos y envoltorios de comida ensucian el asfalto descolorido por el sol. Sopla una ráfaga de brisa y la basura revolotea sobre el pavimento agrietado, sólo un instante, y se reorganiza ligeramente antes de volver a quedarse inmóvil.
Y entonces una joven guapa, una mujer, en realidad, aunque ella no se siente una mujer adulta, sale por la puerta del bar.
Se llama Katrina, Katrina Marino, pero casi todos la llaman Kat. Las únicas personas que siguen llamándola Katrina son sus padres, con quienes habla cada sábado por teléfono. Viven a seiscientos cincuenta kilómetros de distancia, pero aun así siguen apañándoselas para ensillar las monturas y ponerle los nervios al galope. ¿Cuándo piensas madurar y abandonar esa porquería de ciudad, Katrina? Es peligrosa. ¿Cuándo vas a fundar una familia con un muchacho decente, Katrina? Una mujer de tu edad no debería seguir soltera. Estás más cerca de los treinta que de los veinte, ¿sabes? Dentro de poco no tendrás esa belleza juvenil para atraer a un hombre que te convenga, un médico o un abogado, y tendrás que sentar cabeza. Pero eso a ti no te apetece, ¿verdad, Katrina?
Una vez fuera, Kat alarga la mano hacia atrás para buscar a tientas un bulto en la pared. Lo encuentra, un interruptor, y acciona la palanca hacia abajo. Clic. Las ventanas del bar se apagan y la luz que hasta ahora bañaba el aparcamiento y pintaba de blanco el asfalto gris se desvanece.
Kat cierra la puerta principal con llave, comprueba el pomo para asegurarse de que está bien cerrada, luego echa la persiana, ¡bang!, e introduce el candado en la ranura.
La persiana y el candado tienen menos de seis meses y no encajan demasiado con la decrepitud del resto del lugar. También los barrotes de las ventanas son nuevos. Alguien se coló en el bar por la puerta trasera, vació la caja registradora, se llevó una caja de botellas de whisky y rompió un cristal para salir a la calle. El porqué no utilizó la puerta trasera para salir es una incógnita.
El monto perdido en whisky y dinero en efectivo, a efectos prácticos, no era gran cosa. En cambio, el coste de las reparaciones fue un sablazo. Y eso por no hablar de los ingresos que se perdieron. El local permaneció dos días cerrado.
Kat sólo es la encargada del turno nocturno, pero se siente responsable del lugar.
Al dirigirse hacia el Studebaker, cansada, la larga noche empieza a pasarle factura, y ya sin reservas de adrenalina, a Kat le parece ver que su coche se inclina hacia la derecha, pero al principio no sabe por qué, ni siquiera si se debe a un efecto óptico. Quizá sea una ilusión, un capricho de las sombras.
Hasta que no recorre la mitad de la distancia que la separa de su vehículo no comprueba que la inclinación es real, que su puñetero coche tiene una rueda pinchada.
–¡Joder! –exclama, pisando fuerte, enfadada, el asfalto, notando los impactos de sus pasos rebotándole en las tibias.
Avanza hacia su coche, se dirige directamente al maletero, introduce la llave en la cerradura rayada, la gira hacia la izquierda, sentido incorrecto, luego hacia la derecha, oye el cierre desbloquearse, y levanta la capota.
No ve nada.
Rebusca una linterna que guarda siempre en el lado izquierdo del maletero, en un rinconcito. Palpa a tientas en la oscuridad un rato antes de que sus dedos finalmente toquen la superficie lisa y fría de la linterna. La rodea con la mano y la enciende. Proyecta una luz tenue y amarillenta, pero al menos da luz. Y ahora que por fin ve, agarra la rueda de recambio y el gato, y, al hacerlo, una breve sonrisa pincela la comisura de sus labios.
Kat siempre ha sido una persona tímida, siempre se ha contemplado a sí misma desde la distancia, como se diría, y verla de esa guisa, con su metro cincuenta y cinco escaso, sus cuarenta y cinco kilos, su vestido de lana azul cubierto por un abrigo blanco corto, cargando con un neumático casi de su mismo tamaño y con un gato pesadísimo, verla de esa guisa, piensa, debe de ser como ver a un hipopótamo vestido con un tutú. Y ese pensamiento le provoca una sonrisa. Pero se le borra rápidamente de la cara cuando recuerda la tarea que tiene por delante.
Un momento después, Kat está acuclillada, alzando el coche con el gato para poder cambiar la puñetera rueda. Observa cómo la llanta se levanta mientras que el neumático sigue enganchado firmemente al suelo hasta que al fin empieza a despegarse. Parece como si tuviera que llenarse de aire, hincharse solo una vez queda liberado del peso que soporta, pero nada de eso sucede.
Y entonces Kat oye un ruido a sus espaldas.
Se queda inmóvil, rogando por que no haya sido nada, porque el ruido no se repita, pero se repite y ella vuelve la cabeza para mirar por encima de su hombro, temerosa de lo que pueda ver, pero incapaz de reprimir su curiosidad. Kat es una de esas personas que se tapan los ojos cuando las pantallas de los cines al aire libre proyectan alguna imagen espantosa, pero lo cierto es que siempre mira a hurtadillas a través de los dedos.
Páginas de periódico resbalan por el asfalto transportando las noticias del día anterior.
–Habrá sido el viento, tonta –se dice.
Sólo el viento.
Vuelve la vista hacia el coche y retoma su labor.
Kat guarda la rueda pinchada y el gato con forma romboidal en el maletero, sin preocuparse demasiado por cómo caigan, y lo cierra.
Fue un clavo lo que pinchó la rueda. Esa cosa oxidada y torcida colgaba de la pared interior del neumático como un diente solitario en una encía. Recuerda vagamente atravesar con el coche una zona en construcción de camino al trabajo; obreros con los brazos bronceados transportaban maderos con clavos brillantes colgando hasta un camión como parte del material de las obras de reparación de una casa apareada semiquemada.
Tiene las manos sucias de grasa y ennegrecidas por el polvo del freno, y teme tocarse, manchar de negro el vestido azul claro o el abriguito blanco. Mancharse más de negro, piensa. Ya se ha manchado un poco el vestido al llevar la rueda al maletero.
Maldita rueda de las narices.
En esos momentos, Kat sólo quiere irse a casa, desnudarse, darse un baño con agua muy caliente, lavarse y deslizarse en la cama, entre sus sábanas frías por la ausencia nocturna, donde podrá dormir hasta las doce, quizás hasta la una y, si tiene suerte, desde el preciso instante en que apoye la cabeza sobre la almohada hasta que la luz del mediodía se filtre por la ventana y la despierte, tendrá agradables sueños.
Pero para eso primero tiene que llegar a casa.
Abre la puerta del coche y se sienta, introduce la llave en el contacto y la gira en el sentido de las agujas del reloj. El coche gruñe, emite un sonido similar a la carraspera de un viejo borracho. El motor se cala... lentamente.
–Venga, cielo –dice Kat.
Pisa el acelerador.
El motor vuelve a calarse, esta vez un poco más rápido. Y otra vez más. Cada vez a más velocidad. Levanta el pie del acelerador, no quiere ahogarlo. Se vuelve a encender. Carraspea, tose y finalmente arranca con toda su fuerza.
Gracias al cielo. Kat se enjuga la frente, feliz de no tener que llamar a un taxi, y en cuanto lo hace recuerda la grasa de sus manos, se contempla en el retrovisor y se ríe.
Un manchón negro le recorre la frente como a un vagabundo de una película muda.
Y ni siquiera puede limpiárselo; intentar hacerlo sería aún peor. Pero a Kat no le importa. Ha sido una noche larga. Ha trabajado diez horas de tirón y está cansada. Ahora lo único que tiene que hacer es irse a casa.
Ésa es su última tarea antes de que salga el sol.
2
Kat acciona un interruptor del salpicadero y los faros delanteros proyectan dos haces de luz en medio de la noche. Ve motas de polvo e insectos flotando en la luz y recuerda un día cuando tenía tres años, quizá cuatro, en que estaba tumbada en la cama de sus padres, que a ella se le antojaba enorme, grande como una isla. Se suponía que tenía que estar dormida. Era la hora de la siesta, por eso estaba allí, pero estaba despierta, observando un rayo de luz solar blanquecina que entraba por la ventana e incidía sobre sus piernecitas desnudas. Le gustaba notar el calor mientras veía las motas de polvo flotando en el aire. Ella entonces pensaba que las motas de polvo eran seres vivos. Reía viéndolas danzar y alargaba la mano para intentar agarrarlas, pero, por algún motivo, no lo conseguía. Siempre se le anticipaban y escapaban de la garra de su regordete puño justo antes de que las atrapara.
Kat acciona otro botón y se enciende la radio. Una voz masculina gutural y estática, artificialmente profunda, informa: «... el presidente Johnson declaró hoy que la decisión de Cuba de cortar el suministro de agua potable a la base naval de la bahía de Guantánamo era inaceptable. En el apartado de sucesos, Jimmy Hoffa, que la semana pasada fue declarado culpable de prevaricación por un jurado federal en...».
Kat hace una mueca y gira el dial.
Las noticias no son más que blablablá; sólo le confirman, una y otra vez, cuán pequeña es ella y lo grande que es el mundo, y que no puede hacer nada por detener ni influir siquiera en los asuntos más importantes. Kat prefiere concentrar su atención en cosas que sí puede cambiar, como las vidas de las personas que la rodean y su propia vida. Pequeños cambios, objetivos asequibles.
Como servir una bebida. Como cambiar una rueda pinchada.
«... Esta noche se esperan temperaturas de cinco grados bajo cero, con chubascos matutinos y...»
Vuelve a hacer girar el dial.
«Aquí Buddy Holly y los Crickets con Not Fade Away, grabada justo dos años antes de la prematura muerte de Holly. Cuesta creer que hayan transcurrido ya cinco años de ello, ¿verdad? Bien, les habla Dino desde su emisora de radio y les recuerdo que sintonizan la WMCA. Buddy sigue vivo.» Y la canción empieza a sonar con su ritmo a lo Bo Diddley golpeando una caja de cartón.
Kat sube el volumen de la radio y mete la primera marcha.
Mientras Buddy Holly canta desde la tumba y explica lo que va a pasar, Kat conduce de noche a través de una ciudad invadida por el silencio y el vacío, rebasa un cine que anuncia Teléfono rojo. ¿Volamos hacia Moscú? en la marquesina; deja atrás una librería con un montón de libros en rústica a cuarenta centavos el ejemplar apilados en el escaparate, y pasa junto a un fardo de periódicos de la edición matutina atados con cordel y cubiertos de rocío que hay frente a un quiosco al que han echado el candado durante la noche.
Dentro de cuarenta y cinco minutos, un tipo gordo con cicatrices de acné de cuando tenía veinte años y la misma rabia que sentía contra quienes le gastaban bromas pesadas en el instituto a aquella edad aparecerá, abrirá el quiosco y cortará el cordel del fajo de diarios.
Los periódicos informan de que es 13 de marzo, pero, a juzgar por el oscuro horizonte que contempla mientras conduce, Kat sabe que no será 13 de marzo hasta dentro de tres horas, como mínimo, al menos por lo que a la mayoría de las personas concierne, al margen de lo que diga la prensa.
Kat piensa que le encantaría poder detener su coche y leer uno de esos diarios y descubrir qué sucederá mañana mientras ella duerma durante el día, pero, como es sabido, los diarios con fecha de hoy sólo contienen noticias antiguas, noticias sobre acontecimientos que ya han ocurrido, acontecimientos que nadie puede cambiar ya. Incluso a las cuatro de la madrugada.
Mientras Kat conduce por un tramo solitario de carretera, otro coche, un Fiat 600 de 1963 de color azul claro que viene dándole alcance desde la última media hora (ha visto los faros delanteros redondos y pequeños aumentar de tamaño a cada segundo que transcurre) la adelanta con un silbido de viento, el agudo chirrido de su motor revolucionado y el gañido de sus exhaustos neumáticos de banda blanca.
Poco después de adelantarla, Kat dobla a la izquierda y se interna en una calle nocturna y silenciosa de camino a casa, en el sudoeste, en dirección a Queens Boulevard.
De haber continuado en línea recta habría visto al Fiat avanzar hacia la siguiente intersección. Habría visto el semáforo de dicho cruce cambiar de verde a ámbar. Habría oído las revoluciones por minuto aumentar un grado cuando el conductor del Fiat ahogó aún más el pequeño motor de su coche, pisando el acelerador hasta tocar con el suelo. Habría visto la luz ámbar cambiar a rojo. Habría visto al Fiat entrar en el cruce saltándose el semáforo en rojo. Habría visto una ranchera verde entrar en el cruce al mismo tiempo desde la derecha. La habría visto impactar con el Fiat, por la puerta del conductor, y habría oído el estruendo de la colisión, similar a un rayo; habría visto el Fiat dar vueltas sobre su eje, lo habría visto perder el control mientras el conductor giraba una y otra vez el volante en el sentido incorrecto en el momento incorrecto; lo habría visto dar tres vueltas de campana antes de detenerse boca abajo a un lado de la carretera, dejando tras de sí una estela de cristales rotos y metales. Lo habría visto allí, boca abajo, en medio del vacío aire nocturno, con sus tristes ruedecitas girando furiosamente sin aferrarse a nada, como un escarabajo panza arriba, bajo la luz amarilla de una luna lunática. Habría visto la furgoneta que chocó con el Fiat, ahora con sólo un faro, retroceder, enderezar el rumbo y largarse pitando de allí. Habría visto el lívido rostro del conductor de la ranchera volverse a mirar la carnicería fugazmente antes de darse a la fuga. Pero nunca habría sabido por qué el conductor huyó de la escena cuando fue el Fiat el que se saltó el semáforo en rojo. Nadie lo sabrá nunca. Nadie salvo el propio conductor.
Y, además, Kat no siguió en línea recta.
Dobló a la izquierda y continuó conduciendo, y eso sigue haciendo en estos momentos, avanzar a un ritmo constante hacia su casa con su propio reflejo en las ventanas y escaparates de los edificios que flanquean la calle como única compañía. Tres Kats avanzando en la misma dirección. Imposible haber presenciado el accidente. Y cuando oye el estrépito del impacto, no sabe de dónde procede.
Lo escucha, baja el volumen de Buddy Holly unos instantes y echa un vistazo por el retrovisor, pero al no ver nada salvo la oscuridad, ni siquiera un par de faros en el pasado lejano contemplándola como los ojos de un lobo, vuelve a subir el volumen de la radio, quizás un poco más alto de lo que lo tenía antes de escuchar el desconcertante ruido del accidente, y prosigue la marcha.
Tal vez lo que ha oído sólo haya sido un trueno. ¿No ha dicho el tipo de la radio que habría chubascos matutinos?
Alza la vista hacia el cielo y, aunque está lleno de nubes iluminadas por la luz de la luna, aún no parecen lo bastante densas como para que descarguen lluvia. Todavía no. Pero quizá se equivoque. En tal caso, espera llegar a casa antes de que se desate el aguacero.
No lleva consigo su paraguas.
240 Pgs. 16.95€
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