
Booktrailer:
Fragmento:
Esta noche os amaréis con desesperación porque sabéis que va a ser la última noche que pasaréis juntos. Nunca más volveréis a veros. Nunca. No será posible. Os acariciaréis y os besaréis tan intensamente como solo lo pueden hacer dos personas angustiadas, intentando impregnarse mediante el sabor y el tacto de la esencia del otro. La intensa lluvia tropical golpea furiosa la barandilla verde del pasillo exterior que conduce a las habitaciones, ahogando el ruido de vuestros gemidos rabiosos. Los relámpagos intentan extenderse en el tiempo para vencer la oscuridad. «Déjame verte, tocarte, sentirte un minuto más...» En una esquina de la habitación, dos maletas de cuero desgastado. Descansando en el respaldo de una silla, una gabardina. Un armario vacío con las puertas entornadas. Un sombrero y una fotografía sobre la mesa. Ropa de color crudo por el suelo. Una cama convertida en nido de amor por la mosquitera que, colgada desde el techo, la rodea. Dos cuerpos agitándose en la penumbra. Eso será todo después de dieciocho años. Podrías haber desafiado al peligro y decidido quedarte. O podrías no haber ido nunca. Te habrías evitado la lluvia, la maldita lluvia que se empeña en enmarcar los momentos más tristes de tu vida. No sufrirías esta noche tan negra. Las gotas rebotan en los cristales de la ventana. Y ella... Podría no haberse fijado en ti cuando sabía que era mejor no hacerlo. No sufriría esta noche de claridad intermitente y cruel. La lluvia mansa y apacible se pega a los objetos y se desliza suavemente como las lágrimas, impregnando el ambiente de una contagiosa melancolía. La lluvia intensa de esta noche azota y recuerda amenazante que no se aferra a nadie, que ni la tierra la puede absorber, que muere en el mismo instante cruel en que golpea. Habéis disfrutado de muchas noches de amor calmado, tierno, sensual, místico. Habéis gozado del placer prohibido. Y también habéis sido libres para amaros a plena luz. Pero no habéis tenido suficiente. Esta noche sois una y mil gotas de tornado en cada embestida. ¡Hazle daño! ¡Arráncale la piel con tus uñas! ¡Muerde! ¡Lame! ¡Imprégnate de su olor! Por existir. Por haceros sufrir. Por no poder cambiar las circunstancias. Por la separación que habéis asumido. Por la maldita resignación. Toma su alma y dale tu semilla, aunque sabes que ya no germinará. «Me voy.» «Te vas.» «Pero te quedas mi corazón.» Para siempre. Suenan dos golpes secos y rápidos en la puerta, una pausa y luego otros dos. Son la señal convenida. José es puntual. Tienes que darte prisa o perderás el avión. No puedes darte prisa. No podéis despegaros el uno del otro. Solo queréis llorar. Cerrar los ojos y permanecer en ese estado indefinido de irrealidad. El tiempo destinado para vosotros ha concluido. No volverá. No hay nada que se pueda hacer. Ya lo habéis hablado. No habrá lágrimas; las cosas son como son. Quizá en otra época, en otro lugar... Pero vosotros no habéis decidido dónde nacer, a quién o a qué pertenecer. Solo habéis decidido amaros, a pesar de las dificultades. Aun sabiendo que tarde o temprano este día llegaría, tal como lo ha hecho, ejerciendo una prisa que impide una despedida a la luz del sol y niega la promesa de un pronto retorno. Esta vez el viaje es en una sola dirección. Te levantas de la cama y comienzas a vestirte. Ella permanece sentada con la espalda apoyada en la pared, los brazos abrazando las piernas, el mentón apoyado en las rodillas. Contempla tus movimientos un instante y cierra los ojos para grabar en su memoria cada detalle de tu cuerpo, de tus gestos, de tu pelo. Cuando terminas de vestirte, ella se levanta y camina hacia ti. Su único atuendo es un collar formado por una fina tira de cuero y dos conchas. Siempre ha llevado ese collar. Una de las conchas es un cauri, un pequeño caracolillo brillante del tamaño de una almendra. La otra es una pequeña concha de Achatina fosilizada. Se quita el collar y lo pasa alrededor de tu cuello. —Te darán buena suerte y prosperidad en tu camino. Rodeas con tus fuertes brazos su cintura y la atraes hacia ti, inhalando el olor de su cabello y de su piel. —Mi suerte se termina aquí y ahora. —No desesperes. Aunque no te vea ni te pueda tocar, dondequiera que estés formarás parte de mí. —Sus grandes ojos, aunque apesadumbrados, transmiten una gran seguridad y firmeza. Quiere creer que ni la muerte podrá separaros, que habrá un lugar donde volveréis a juntaros, sin tiempo, sin prisas, sin prohibiciones. Posas tus dedos sobre las conchas del collar. El cauri es suave como su piel y brillante como sus dientes. La ranura parece una vulva perfecta, puerta de entrada y salida de la vida. —¿Podrá una pequeña Achatina librarme también de los demonios de fuertes pezuñas? Ella sonríe al recordar la primera vez que estuvisteis juntos. —Eres fuerte como una ceiba y flexible como una palmera real. Resistirás los golpes del viento sin quebrarte, con las raíces aferradas a la tierra y las hojas perennes hacia el cielo. De nuevo dos golpes secos y rápidos en la puerta, una pausa breve y otros dos golpes. Una voz intenta dejarse oír de forma discreta sobre la tormenta. —Te lo ruego. Es muy tarde. Debemos irnos. —Ya voy, Ösé. Un minuto. Un minuto y adiós. Un minuto que pide otro, y luego otro. Ella se dispone a vestirse. Tú se lo impides. «Quédate así, desnuda. Déjame verte, por favor...» Ahora no tiene ni el collar para protegerse. ¿Y tú no tienes nada para ella? Sobre la mesa, el sombrero que nunca más necesitarás y la única foto que tenéis de los dos juntos. Coges una de las maletas, la colocas sobre la mesa, la abres y extraes unas tijeras de una bolsa de tela. Doblas la fotografía marcando con las uñas la línea que separa tu imagen de la de ella y la cortas. Le entregas el fragmento en el que apareces apoyado en un camión del patio. —Toma. Recuérdame tal como soy ahora, de la misma manera que yo te recordaré a ti. Miras la otra parte en la que aparece ella, sonriente, antes de introducirla en el bolsillo de tu camisa. —¡Siento en el alma no poder...! —Un sollozo te impide continuar. —Todo irá bien —miente ella. Miente porque sabe que sufrirá cada vez que cruce el patio, o entre en el comedor, o pose su mano sobre la barandilla blanca de la elegante escalera. Sufrirá cada vez que alguien pronuncie el nombre del país adonde marchas. Sufrirá cada vez que oiga el ruido del motor de un avión. Padecerá cada vez que llueva como esta noche. «Todo irá bien...» La estrechas entre tus brazos y sientes que a partir de ahora ya nada irá bien. En unos segundos, cogerás tus maletas y tu gabardina. La besarás de nuevo con pasión. Caminarás hacia la puerta. Escucharás su voz y te detendrás. —¡Espera! Olvidas tu sombrero. —Donde voy no lo necesitaré. —Pero te recordará lo que fuiste durante muchos años. —No lo quiero. Guárdalo tú. Recuerda lo que he sido para ti. Te acercarás y la besarás por fin con la ternura cálida, densa y perezosa de un último beso. La mirarás a los ojos por un instante. Cerraréis los párpados y apretaréis los dientes para evitar el llanto. Os acariciaréis la mejilla suavemente. Abrirás la puerta y se cerrará tras de ti con un leve sonido que te parecerá el impacto de un disparo. Ella apoyará la cabeza en la puerta y entonces llorará amargamente. Tú saldrás a la noche y te fundirás con la tormenta, que en ningún momento querrá amainar. —Gracias, Ösé. Gracias por tu compañía todos estos años. Son las primeras palabras que pronuncias desde que salieras de la habitación en dirección al aeropuerto. Te suenan extrañas, como si tú no las estuvieras pronunciando. Todo te resulta desconocido: la carretera, los edificios, la terminal prefabricada en metal, los hombres que se cruzan contigo. Nada es real. —No hay de qué —te responde José, afligido, colocando una mano en tu hombro. Las lágrimas brillan en los ojos rodeados de arrugas de este hombre que ha sido como un padre para ti en este lugar, al principio extraño. El paso del tiempo se hace más evidente en su dentadura. Cuando tu padre os hablaba de José en sus cartas, o cuando te contaba historias al lado del fuego en las veladas de invierno, siempre repetía que no había visto unos dientes tan blancos y perfectos en ningún hombre. De eso hace ya una eternidad. Apenas queda ya nada. Tampoco volverás a ver a José. El olor, el verde embriagador de la generosa naturaleza, el sonido solemne de los cantos profundos, la algarabía de las celebraciones, la nobleza de los amigos como José y el calor permanente sobre la piel comenzarán a serte ajenos. Ya no formarás parte de todo esto. En el mismo momento en que subas a ese avión, volverás a ser un öpottò, un extranjero. —Querido Ösé..., quiero pedirte un último favor. —Lo que tú digas. —Cuando te vaya bien, alguna vez, si puedes, me gustaría que llevaras unas flores a la tumba de mi padre. Se queda muy solo en esta tierra. Qué tristeza produce pensar que tus restos descansan en un lugar olvidado, que no habrá nadie que te dedique unos minutos frente a tu tumba. —Antón tendrá flores frescas en su tumba mientras yo viva. —Tènki, mi fren. «Gracias, mi amigo. Por sacarme de apuros. Por ayudarme a comprender este mundo tan diferente al mío. Por enseñarme a quererlo. Por saber ver más allá del dinero que me trajo aquí. Por no juzgarme... » —Mi hat no gud, Ösé. —Yu hat e stron, mi fren. «My heart is not good. Your heart is strong, my friend.» Tu corazón no está bien, pero tu corazón es fuerte. Resistirá todo lo que venga. Resistirás, sí. Pero no olvidarás que durante años empleaste cuatro lenguas que ahora te resultan insuficientes para describir lo que sientes: que «tu hat no gud». El avión espera en la pista. Adiós, vitémá, hombre de gran corazón. Cuídate mucho. «Tek kea, mi fren.» Estrecha mi mano. «Shek mi jan.» «Take care. Shake my hand.» Te dejarás arrastrar por las nubes durante miles de kilómetros y tomarás tierra en Madrid, donde cogerás un tren a Zaragoza. Luego te subirás a un autobús y, en poco tiempo, te reencontrarás con los tuyos. Todas las horas del viaje te resultarán escasas para despegarte de los últimos años, que habrán sido los mejores de tu vida. Y ese hecho, el reconocer que los mejores años de tu existencia pasaron en tierras lejanas, será un secreto que guardarás en lo más profundo de tu corazón. No puedes saber que tu secreto verá la luz dentro de más de treinta años. No puedes saber que algún día las dos partes de la imagen tan cruelmente separadas volverán a juntarse. Todavía no existe Clarence. Ni tu otra Daniela. A medida que el avión gane altura verás por la ventanilla cómo se va empequeñeciendo la isla. Todo el verde del mundo que una vez invadió tu ser se irá convirtiendo en una leve mancha en el horizonte hasta que desaparezca. En el avión viajarán contigo otras personas. Todas permaneceréis en silencio. Todas os llevaréis vuestras historias. El silencio se podrá traducir en unas pocas palabras, insuficientes para explicar la opresión en el pecho: —Ö má we è, etúlá. Adiós, vuestra querida isla en el mar. I EL MES MÁS CRUEL PASOLOBINO, 2003 Unas pocas líneas hicieron que Clarence sintiera primero una gran curiosidad y después una creciente inquietud. En sus manos sostenía un pequeño pedazo de papel que se había adherido a uno de los muchos sobres casi transparentes, ribeteados de azul y rojo, en los que se enviaban las cartas por avión y por barco hacía décadas. El papel de las cartas era fino, para que pesase menos y el importe del envío fuese más barato. Como consecuencia, en ligeras y pequeñas pilas de papel se acumulaban retazos de vidas apretadas en palabras que pugnaban por no salirse de los inexistentes márgenes. Clarence leyó por enésima vez el trozo de papel escrito con caligrafía diferente a la de las cartas extendidas sobre la mesa del salón: ... yo ya no regresaré a F.º P.º, así que, si te parece, volveré a recurrir a los amigos de Ureka para que puedas seguir enviando tu dinero. Ella está bien, es muy fuerte, ha tenido que serlo, aunque echa en falta al bueno de su padre, que, lamento decirte, porque sé cuánto lo sentirás, falleció hace unos meses. Y tranquilo, que sus hijos también están bien, el mayor, trabajando, y el otro, aprovechando los estudios. Si vieras qué diferente está todo de cuando... Eso era todo. Ni una fecha. Ni un nombre. ¿A quién iba dirigida esa carta? El destinatario no podía pertenecer a la generación del abuelo porque la textura del papel, la tinta, el estilo y la caligrafía parecían más actuales. Por otro lado, la carta iba dirigida a un hombre, tal como dejaba claro el uso del adjetivo tranquilo, lo cual reducía el círculo a su padre, Jacobo, y a su tío Kilian. Por último, el papel había aparecido junto a una de las pocas cartas escritas por su padre. Qué extraño... ¿Por qué no se había conservado el texto completo? Se imaginó a Jacobo guardando la misiva para luego arrepentirse y decidir sacarla nuevamente sin percatarse de que un pedazo se rasgaba en el proceso. ¿Por qué habría hecho eso su padre? ¿Tan comprometedora era la información que allí aparecía? Clarence levantó la vista del papel con expresión de aturdimiento, lo dejó sobre la gran mesa de nogal situada tras un sofá chester de cuero negro, y se frotó los doloridos ojos. Llevaba más de cinco horas leyendo sin parar. Suspiró y se levantó para arrojar otro trozo de leña al fuego. La madera de fresno comenzó a chisporrotear al ser acogida por las llamas. La primavera estaba siendo más húmeda de lo normal y el hecho de haber permanecido sentada tanto tiempo hacía que sintiese más frío. Estuvo unos segundos de pie con las manos extendidas hacia el hogar, se frotó los antebrazos y se apoyó en la repisa de la chimenea, sobre la que colgaba un trumeau rectangular de madera con una guirnalda tallada en la parte superior. El espejo le ofreció la imagen cansada de una joven con cercos oscuros bajo sus ojos verdes y mechones rebeldes de cabello castaño, que se habían soltado de la gruesa trenza, enmarcando un rostro ovalado en cuya frente la preocupación había dibujado pequeñas arrugas. ¿Por qué se había alarmado tanto al leer esas líneas? Sacudió la cabeza como si un escalofrío le recorriera el cuerpo, se dirigió de nuevo hacia la mesa y se sentó. Había clasificado las cartas por autor y por orden cronológico, comenzando por las del año 1953, fecha en la que Kilian había escrito puntualmente cada quince días. El contenido casaba a la perfección con la personalidad de su tío: las cartas eran extremadamente detallistas en sus descripciones de la vida diaria, de su trabajo, del entorno y del clima. Contaba todo con pelos y señales a su madre y a su hermana. De su padre había menos cartas; en muchas ocasiones se limitaba a añadir tres o cuatro líneas a lo escrito por su hermano. Por último, las cartas del abuelo Antón eran escasas y cortas y estaban llenas de las formalidades típicas de los años treinta y cuarenta del siglo xx, informando de que, a Dios gracias, estaba bien, deseando que todos estuvieran bien, también, y agradeciendo a quienes ayudaran entonces —algún familiar o vecino— en Casa Rabaltué su generosidad por hacerse cargo de una u otra cosa. Clarence se alegró de que no hubiera nadie en casa. Su prima Daniela y su tío Kilian habían bajado a la ciudad para una revisión médica de este y sus padres no subirían hasta dentro de quince días. No podía evitar sentirse un poco culpable por lo que había hecho: leer las intimidades de aquellos que todavía vivían. Le resultaba muy extraño fisgar en lo que su padre y su tío habían escrito hacía décadas. Era algo que se solía hacer al ordenar los papeles de quienes habían fallecido. Y, de hecho, no le producía la misma extrañeza leer las cartas del abuelo, a quien ni siquiera había conocido, que las de Jacobo y Kilian. Ya sabía muchas de las anécdotas que acababa de leer, sí. Pero narradas en primera persona, con la letra inclinada y temblorosa de quien no está acostumbrado a la escritura, e impregnadas de una emoción contenida que intentaba ocultar de manera infructuosa unos más que evidentes sentimientos de añoranza, le habían provocado una mezcla de intensas emociones, hasta tal punto que en más de una ocasión se le habían llenado los ojos de lágrimas. Recordaba haber abierto el armario oscuro del fondo del salón cuando era más joven y haber rozado las cartas con sus manos mientras se entretenía y curioseaba por entre aquellos documentos que le permitían diseñar la imagen de lo que había sido la centenaria Casa Rabaltué: recortes de prensa amarillos por el tiempo; folletos de viajes y contratos de trabajo; antiguos cuadernos de compraventa de ganado y arriendo de fincas; listados de ovejas esquiladas y corderos vivos y muertos; recordatorios de bautizos y funerales; felicitaciones navideñas con trazo inseguro y tinta borrosa; invitaciones y menús de boda; fotos de bisabuelos, abuelos, tíos abuelos, primos y padres; escrituras de propiedad desde el siglo XVII, y documentos de permuta de terrenos por parcelas edificables entre la estación de esquí y los herederos de la casa. No se le había ocurrido prestar atención a las cartas personales por la sencilla razón de que, hasta entonces, le habían bastado los relatos de Kilian y Jacobo. Pero claro, eso era porque todavía no había asistido a un congreso en el que, por culpa de las palabras de unos conferenciantes africanos, unas sensaciones desconocidas e inquietantes para ella —hija, nieta y sobrina de coloniales—habían comenzado a anidar en su corazón. Desde aquel momento, se había despertado en ella un interés especial por todo aquello que tuviera que ver con la vida de los hombres de su casa. Recordó la repentina urgencia que le había entrado por subir al pueblo y abrir el armario, y la impaciencia que se iba apoderando de ella mientras sus obligaciones laborales en la universidad se empeñaban en retenerla contra su voluntad. Afortunadamente, había podido liberarse de todo en un tiempo récord, y la inusual circunstancia de que no hubiese nadie en la casa le había proporcionado la ocasión de leer los escritos una y otra vez con absoluta tranquilidad. Se preguntó si alguien más habría abierto el armario en los últimos años; si su madre, Carmen, o su prima, Daniela, habrían sucumbido también a la tentación de hurgar en el pasado, o si su padre y su tío habrían sentido alguna vez el deseo de reconocerse en las líneas de su juventud. Rápidamente desechó la idea. A diferencia de ella, a Daniela las cosas viejas le gustaban lo justo para admitir que le agradaba el aspecto antiguo de su casa de piedra y pizarra y sus muebles oscuros, sin más. Carmen no había nacido en ese lugar ni en esa casa, y nunca la había llegado a sentir como suya. Su misión, sobre todo desde la muerte de la madre de Daniela, era que la casa se conservase limpia y ordenada, que la despensa estuviera siempre llena, y que cualquier excusa sirviera para organizar una celebración. Le encantaba pasar largas temporadas allí, pero agradecía tener otro lugar de residencia habitual que sí era completamente suyo. Y en cuanto a Jacobo y a Kilian, se parecían a todos los hombres de la montaña que había conocido: eran reservados hasta extremos enervantes y muy celosos de su intimidad. Resultaba sorprendente que ninguno de los dos hubiera decidido destruir todas las cartas, al igual que ella había hecho con los diarios de su adolescencia, como si con ese acto de destrucción se pudiera borrar lo sucedido. Clarence sopesó varias posibilidades. Quizá eran conscientes de que no había realmente nada en ellas, aparte de unos fuertes sentimientos de nostalgia, que las convirtiera en candidatas al fuego. O tal vez hubieran conseguido olvidar lo allí narrado —cosa que dudaba, dada la tendencia de ambos a hablar continuamente de su isla favorita— o, simplemente, se habían olvidado de su existencia, como suele pasar con los objetos que uno va acumulando a lo largo de su vida. Fueran cuales fueran las razones por las que esas cartas se habían conservado, tendría que averiguar lo sucedido —si es que había sucedido algo— precisamente por lo no escrito, por los interrogantes que le planteaba ese pequeño pedazo de papel que reposaba en sus manos y que pretendía alterar la aparentemente tranquila vida de la casa de Pasolobino. Sin levantarse de la silla, extendió el brazo hacia una mesita sobre la que reposaba una pequeña arca, abrió uno de sus cajoncitos y extrajo una lupa para observar con mayor detenimiento los bordes del papel. En el extremo inferior derecho se podía apreciar un pequeño trazo de lo que parecía un número: una línea vertical cruzada por un guion. Luego... el número bien podría ser un siete. Un siete. Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Un número de página resultaba improbable. Tal vez una fecha: 1947, 1957, 1967. Hasta lo que había podido averiguar, ninguna de las tres encajaba con los hechos descritos en las cartas que configuraban el emotivo legado de la vida colonial de unos españoles en una plantación de cacao. En realidad, nada le había llamado tanto la atención como esas líneas en las que un tercer personaje, desconocido para ella, decía que no regresaría con la misma frecuencia, que alguien enviaba dinero desde Casa Rabaltué, que tres personas a quienes el destinatario de la misiva —¿Jacobo?— conocía estaban bien, y que un ser querido había fallecido. ¿A quién podía enviarle dinero su padre? ¿Por qué habría de preocuparle que alguien de allí estuviera bien o, más concretamente, que le fuera bien en los estudios o en el trabajo? ¿Quién sería esa persona cuyo fallecimiento habría sentido tanto? Los amigos de Ureka, decía la nota... No había oído nunca el nombre de ese lugar, si es que era un lugar... ¿Tal vez una persona? Y lo más importante de todo: ¿quién era ella? Clarence había escuchado cientos de historias de la vida de los hombres de Casa Rabaltué en tierras lejanas. Se las sabía de memoria porque cualquier excusa era buena para que Jacobo y Kilian hablasen de su paraíso perdido. La que ella creía que era la historia oficial de los hombres de su casa adoptaba siempre la forma de leyenda que comenzaba hacía décadas en un pequeño pueblo del Pirineo, continuaba en una pequeña isla de África y terminaba de nuevo en la montaña. Hasta ese momento, en que unos interrogantes surgían de la lectura de un pequeño pedazo de papel para aumentar su curiosidad, a Clarence ni se le había pasado por la cabeza que pudiera haber sido al revés: que hubiera comenzado en una pequeña isla de África, que hubiera continuado en un pequeño pueblo del Pirineo y que hubiera terminado de nuevo en el mar. No, si ahora iba a resultar que se habían olvidado de contarle cosas importantes... Clarence, presa de la tentación de dejarse llevar por pensamientos novelescos, frunció el ceño mientras repasaba mentalmente las personas de las que hablaban Jacobo y Kilian en sus narraciones. Casi todas tenían que ver con su entorno más cercano, lo cual no era de extrañar, pues el iniciador de esa exótica aventura había sido un joven aventurero del valle de Pasolobino que había zarpado a tierras desconocidas a finales del siglo XIX, en fechas cercanas a los nacimientos de los abuelos, Antón y Mariana. El joven había amanecido en una isla del océano Atlántico situada en la entonces conocida como bahía de Biafra. En pocos años había amasado una pequeña fortuna y se había hecho propietario de una fértil plantación de cacao que se exportaba a todo el mundo. Lejos de allí, en las montañas del Pirineo, hombres solteros y matrimonios jóvenes decidieron ir a trabajar a la plantación de su antiguo vecino y a la ciudad cercana a la plantación. Cambiaron verdes pastos por palmeras. Clarence sonrió al imaginarse a esos hombres rudos y cerrados de la montaña, de carácter taciturno y serio, poco expresivos y acostumbrados a una gama cromática limitada al blanco de la nieve, al verde de los pastos y al gris de las piedras, descubriendo los colores llamativos del trópico, las oscuras pieles de los cuerpos semidesnudos, las construcciones livianas y la caricia de la brisa del mar. Realmente todavía le seguía sorprendiendo imaginar a Jacobo y a Kilian como a los protagonistas de cualquiera de los muchos libros o películas sobre las colonias en los que se representaba el contexto colonial según los ojos del europeo; en este caso, desde la perspectiva de sus propios familiares. Su versión era la única que conocía. Clara e incuestionable. La vida diaria en las plantaciones de cacao, las relaciones con los nativos, la comida, las ardillas voladoras, las serpientes, los monos, las grandes lagartijas de colores y el jenjén; las fiestas de los domingos, el tam-tam de las tumbas y dromas... Eso era lo que les contaban. Lo mismo que aparecía escrito en las primeras cartas del tío Kilian. ¡Cuánto trabajaban! ¡Qué dura era la vida allí! Incuestionable. ... Sus hijos también están bien... La fecha tendría que ser 1977, o 1987, o 1997... ¿Quién podría aclararle el significado de esas líneas? Pensó en Kilian y Jacobo, pero rápidamente tuvo que admitir que le daría mucha vergüenza reconocer que había leído todas las cartas. Alguna vez la curiosidad le había hecho plantear preguntas atrevidas en alguna cena familiar en la que surgiera el tema del pasado colonial, pero ambos habían desarrollado una oportuna habilidad para desviar las conversaciones hacia los asuntos generales e inocentes que a ellos les satisfacían más. Entrar a saco con una pregunta relacionada directamente con esas líneas y esperar una respuesta clara, sincera y directa era mucho esperar. Encendió un cigarrillo, se levantó y se dirigió hacia la ventana. La abrió un poco para que el humo saliera y respiró el aire fresco de ese día lluvioso que humedecía levemente la pizarra oscura de los tejados de las casas de piedra que se apretaban bajo las ventanas de su casa. El alargado casco antiguo de Pasolobino todavía conservaba un aspecto similar al de las fotografías en blanco y negro de principios del siglo XX, aunque la mayoría de las casi cien casas habían sido rehabilitadas y en las calles se había sustituido el empedrado por el enlosado. Fuera de los límites del pueblo, cuyo origen se remontaba al siglo XI, se extendían las urbanizaciones de bloques de apartamentos turísticos y hoteles que la estación de esquí había traído consigo. Dirigió la mirada hacia las cumbres nevadas, hacia la frontera donde terminaban los abetos y comenzaba la roca, oculta aún por el manto blanco. El baile de las brumas ante las cimas ofrecía un panorama precioso. ¿Cómo podían haber resistido tantos años los hombres de su familia lejos de esas magníficas montañas, del olor matinal de la tierra húmeda y el silencio apaciguador de la noche? Algo atrayente tenía que haber en ese esplendor que se desplegaba ante sus ojos cuando todos los que habían viajado a la isla habían terminado por regresar antes o después... Entonces, de repente, le vino a la mente la imagen de la persona a quien preguntar. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡Julia! ¡Nadie como ella para resolver sus dudas! Cumplía todos los requisitos: había estado presente en momentos del pasado de su familia; había vivido en la isla en esas fechas; compartía el tono de la añoranza por el esplendor perdido y la seducción de lo exótico de las narraciones de Jacobo y Kilian; y siempre estaba dispuesta para una larga conversación con Clarence, a quien trataba con un afecto casi maternal desde que era pequeña, quizá porque solo había tenido hijos varones. Se giró rápidamente buscando un cenicero y apagó el cigarrillo antes de salir del salón y dirigirse a su despacho para llamar a Julia por teléfono. Al cruzar por el gran vestíbulo que servía de distribuidor hacia las diferentes estancias de la casa, y por el que también se accedía a las escaleras que conducían a los dormitorios de la planta superior, no pudo evitar detenerse ante el enorme cuadro que lucía sobre una gran arca de madera tallada a mano con el primor de los artesanos del siglo XVII, una de las pocas joyas de mobiliario que había sobrevivido al paso de los años para recordar la nobleza perdida de su casa. El cuadro mostraba el árbol genealógico de su familia paterna. El primer nombre que se podía leer en la parte inferior y que databa de 1395, Kilian de Rabaltué, seguía intrigando a Clarence.Que el nombre de un santo irlandés que había recorrido Francia para terminar en Alemania fuera el nombre del fundador de su casa era un misterio que nadie de la familia podía explicar. Probablemente ese Kilian cruzara de Francia a Pasolobino por los Pirineos y él, su gen viajero y los reflejos cobrizos de su cabello se establecieran allí. A partir de esas tres palabras, aparecía dibujado un largo tronco que se extendía verticalmente hacia arriba, del cual salían las ramas horizontales con las hojas en las que aparecían escritos los nombres de los hermanos y hermanas con sus esposas y esposos y los descendientes de las siguientes generaciones.
720 pgs. Precio Círculo: 20.50€
No hay comentarios:
Publicar un comentario