Carole Martinez, una profesora francesa de origen español, ha sorprendido con su primera novela, una mágica historia que hace revivir a su misteriosa tatarabuela andaluza. Un libro que ha obtenido nueve premios y que el boca a oreja ha convertido en un éxito de ventas en Francia.
Fragmento:
Prólogo
Mi nombre es Soledad.
Nací en ese país donde los cuerpos se secan, con los brazos muertos incapaces de abrazar, y grandes manos inútiles.
Mi madre tragó tanta arena antes de encontrar un muro tras el cual dar a luz, que la arena me pasó a la sangre.
Mi piel oculta una larga ampolleta que nunca se vacía.
Desnuda bajo el sol puede que se viera al trasluz ese fluir arenoso que me atraviesa.
LA TRAVESÍA
Algún día tendrá que volver toda esa arena al desierto.
Cuando nací, mi madre leyó mi futura soledad.
Nunca sabría ni dar ni recibir, nunca.
Está escrito en la palma de mis manos, en mi obstinado rechazo a respirar, a abrirme al aire viciado del exterior, en esa voluntad de resistirme al mundo que trataba de irrumpir por todos mis orificios, rastreando a mi alrededor como un perrillo.
El aire penetró contra mi voluntad y grité.
Hasta entonces nada había podido aminorar el paso de mi madre. Nada había domeñado su obcecación de mujer jugada. Jugada y perdida. Nada, ni la fatiga, ni el mar, ni las arenas.
¡Nadie nos dirá nunca cuánto tiempo duró nuestra travesía, cuántas noches hubieron de dormir mientras caminaban aquellas niñas que seguían a su madre!
Crecí sin que mi madre lo advirtiera, aferrada a sus entrañas, para no irme con toda aquella agua que ella perdía en los caminos. Luché para seguir allí y no interrumpir el viaje.
La vieja mora que paró a mi madre tocándole el vientre, la que murmuró «Ahabpsi!» como quien alza un muro, y que, armada con una mano y una palabra, se enfrentó sola a la furiosa voluntad de aquella mujer embarazada de una niña, que tenía que haber nacido hacía tiempo, y que quería seguir caminando por más que hubiera caminado ya más de lo posible y que se veía incapaz de caminar más, la vieja árabe cuyas manos enrojecidas por la henna eran más fuertes que el desierto, la que pasó a ser para nosotros el extremo del mundo, el final del viaje, el cobijo, esa mujer leyó también la soledad en mis manos, aunque no sabía leer.
Su mirada penetró al punto en las vísceras de mi madre y sus manos me buscaron en ellas. Me extrajo del fondo de la carne donde yo me hallaba acurrucada, del fondo de esa carne que se había olvidado de mí para seguir caminando, y, tras liberarme de ella, advirtió que mis manos no me servirían de nada, como si al nacer yo hubiese renunciado a ellas.
Sin entenderse entre sí, me pusieron, cada una en su lengua, el mismo nombre. «Soledad», dijo mi madre sin mirarme siquiera. Y la vieja, como un eco, contestó: «Wahida».
Y ninguna de las dos mujeres sabía leer.
Mi hermana mayor, Anita, se negó durante mucho tiempo a reconocer la evidencia escrita en mis manos, escrita en mi nombre. Esperó a que un hombre me cambiara el nombre y mis dedos se ablandaran.
Recuerdo un tiempo en que los jóvenes del barrio Marabout remoloneaban en torno a nuestra casa esperando verme pasar.
Indolentemente recostados en las casas, solos o a veces en grupos, me espiaban en los callejones y callaban cuando yo me acercaba.
Yo no era lo que se dice guapa, al menos no como lo era mi hermana Clara, pero yo, al parecer, tenía una chispa especial que los dejaba embobados.
Mis hermanas me repetían entre risas las confidencias de los jóvenes que les suplicaban que intercedieran en su favor, lo cual hacían con no poca guasa, describiéndome los ridículos síntomas de su amor, sus tartamudeos, sus miradas lánguidas. Y nos reíamos.
Pero yo pensaba en su miembro tieso aprisionado en su pantalón corto, y fluctuaba entre la risa y el asco.
Tenía donde elegir, no tenía un padre que me impusiera un matrimonio. Sólo Anita, la mayor, hubiera podido ejercer su autoridad sobre mí.
No lo hizo nunca.
Esperaba, posponiendo sin cesar su propia noche de bodas.
Ligada por una promesa que alejaba desde hacía quince años a su marido de su lecho: «Primero las casaremos, a las cuatro...».
Incapaz de decidirme por uno u otro de aquellos pasmados, un día dejé caer el viejo chal negro que me había legado mi madre, prometiéndome casarme con el que lo recogiera, quienquiera que fuese.
Era otoño.
Durante un instante me quedé mirando aquella mancha oscura en la tierra ocre, aquel charco de tela negra, tranquilo a mis pies.
De inmediato se arrojaron sobre él.
Inmóvil bajo el sol del mediodía, aguardé a que se levantara el polvo y asomara una mano de aquella maraña de enamorados. Pero una vez se disipó la nube, lo único que quedaba de mis pretendientes eran unos pelos, unos cuantos dientes y largos jirones de tela negra olvidados en la refriega.
El lugar estaba vacío y el chal hecho trizas.
Mis manos arañaron entonces el polvo del desierto rojo en busca del pedazo de tela donde aparecía bordado el nombre de mi madre.
Frasquita Carrasco.
Mamá sólo sabía escribir con la aguja de hacer punto. Cada labor hecha por ella ostentaba una palabra de amor escrita en el espesor de la tela.
El nombre se conservaba intacto. Me lo deslicé bajo la falda y me fui a ver a Anita, mi hermana mayor, que presidía el grupo de mujeres entre las sábanas empapadas.
En la sombra del lavadero, el calor descabezaba un sueño.
Me quedé un rato detrás de mi hermana, observando cómo sus hermosas manos de cuentista se agitaban contra la tabla de madera, agrietándose en el agua jabonosa. De pronto se volvió hacia mí, sin duda incómoda por el peso de mi mirada clavada en su espalda, y me sonrió restregándose maquinalmente el dorso de las manos en el delantal claro, moteado por el agua y la luz, que se había anudado en torno a la cintura.
Sus compañeras de lavadero aguzaron el oído por encima de sus barreños de madera. Atenuaron los golpes de paleta e incluso sacaron los cepillos, que apenas rozaron la tela con un largo murmullo apagado, removiendo la espuma apenas sucia.
—No me casaré nunca, he ahuyentado a mis enamorados —le confesé.
—¿Y cómo lo has conseguido? —me preguntó Anita riendo.
—He dejado caer el chal. Se han peleado y lo han hecho trizas.
—¡Tu horroroso chal de luto! Te regalarán otro, más alegre. Ya se las arreglarán para reunir dinero entre todos. Y si no, le robarán uno a alguna hermana.
—¿También te iba detrás mi hijo? —vociferó la María, retorciendo el cuello de una camisa de hombre cuyo jugo lechoso le chorreaba por los rollizos antebrazos.
—No lo sé, no he visto más que el polvo de la pelea.
Mi indiferencia había ofendido a las mujeres. Los paletazos se reanudaron con el mismo ritmo, los golpes en las sábanas se intensificaron en el agua y la cadencia se aceleró hasta que los brazos se cansaron y el ritmo se rompió.
—¡Mírala, ésta! ¡Otra que sale a la madre! —se desgañitaba Manuela—. ¡A ver si casas de una vez a tu hermana, Anita! ¡Verás qué pronto deja de mover tanto el culo ante todo lo que lleva pantalones cuando tenga a un hombre en casa que se lo impida!
—¡Desde luego no será tu marido, Anita, el que le sacuda una somanta a ese pingo! —intervino la María—. ¡Un pobre diablo tan poco hombre que ha sido incapaz de hacerte una criatura en quince años de matrimonio!
—¡Ni padre tiene la muy zorra, y aún se hace la caprichosa! —remachó una tercera voz.
Anita se reía de buena gana. Nada podía hacer mella en la alegría que la embargaba desde su boda.
Las mujeres montaban en cólera y me acusaban de hechizar a sus hijos, a sus hermanos, a sus padres...
A Anita le divertían sus celos. Le constaba que más de un marido formaba parte del grupo de combatientes:
—¡Ojo con los morados y las señales que tengan en el cuerpo vuestros maridos! ¡Esta noche volverán avergonzados de haber recibido una somanta, pero apretando un trozo de tela negra contra el corazón!
Al oírla María, la gibosa, se plantó ante mi hermana, brazos en jarras. Se la quedó mirando desde el fondo de los oscuros pozos que le reventaban en el rostro. Muy lejos, en las profundidades, algo apagado pugnaba por brillar.
—¡Vuestra madre la pringó y mejor que mejor! Os quedan los vestidos, pero os los quemaremos algún día, esos vestidos y esos chales que heredasteis y que están plagados de maleficios! ¡Os los arrancaremos del cuerpo, y si no podemos os quemaremos con ellos! ¡Esta vez no os protegerá el demonio!
—¿Has olvidado el vestido de novia que te hizo mi madre para taparte la chepa y que ni siquiera le pagaste? —replicó mi hermana—. Sin ese vestido te quedas sin hijo. Porque la única vez que te montó tu marido fue la noche de bodas, ¿o no?
—¡Ese vestido del demonio se lo comieron las polillas el día que se murió la bruja de tu madre! ¡Se lo comieron! ¡Al fuego tuve que tirarlo, porque estaba cuajado de polillas!
—¡Bobadas! ¡Creencias de comadres! Y tú, Manuela, como una vaca de gorda estabas cuando se casó contigo Juan. ¡Gracias a mi madre evitasteis que chismorreara la gente! Hacía unos dos meses que no salías de casa para que no se notara lo que te crecía en el vientre, y sólo mi madre consiguió que se creyeran que seguías virgen! ¡De no ser por el bonito vestido que, dejándose los ojos, te hizo con los retales que corrían por vuestra casa, no hubieras podido evitar el escándalo!
—Entonces era coqueta y no desconfié. Pero hacer algo así con unos cachitos de tela no parecía cosa cristiana. Cuánto lloré cuatro años después, cuando murió mi niño. Saqué el vestido para verlo... y me entró miedo. ¡Todo descosido estaba! Y el lustre de la tela, que parecía satén, ¡había desaparecido! ¡Ya no era más que un montón de trapos tiñosos prendidos unos a otros!
Entonces las mujeres se pusieron a dar gritos todas a la vez.
En medio del chapoteo del agua, de los gritos, de los paletazos y del restallar de las sábanas, de esa histeria sonora en que el español teñido de árabe y de italiano se mezclaba con el francés, conseguí murmurar a mi hermana la frase que me había repetido incansablemente a mí misma camino del lavadero:
—Anita, quiero quedarme soltera. Ya no tienes que esperar a que se case tu hermana pequeña. ¡Vamos, ten tus propios hijos! Quiero asumir el nombre de soledad que me puso mi madre. Te libero de tu promesa, porque nunca me casaré.
Anita lo entendió y desde entonces dejé de tener pretendientes.
Mi juventud feneció ese día con un estertor de tela desgarrada.
Era otoño.
Las señales aparecieron de pronto.
Esa misma noche me sequé. La piel se me llenó de surcos, se agrietó. Mis rasgos se desplomaron y supe que no tenía ya nada que temer del tiempo.
La sombra de los años futuros laceró en una noche mi cara. El cuerpo se me acartonó como un papel viejo arrumbado al sol. Me dormí con la piel lisa y suave de los veinte años y me desperté con un cuerpo de vieja. Pasé a ser la madre de mis hermanas mayores, la abuela de mis sobrinos, de mis sobrinas.
Resulta casi enternecedor ese rostro estragado que se os pone de repente, esa sorda fatiga, esas trincheras bajo los ojos, esas huellas de un combate perdido en vuestra ausencia, durante vuestro sueño.
Al final de la noche estaba rendida. No obstante me reconocí, reconocí a la viejecita que tenía enfrente en el espejo y que me sonreía.
Probablemente, así me ahorré la larga agonía de los tejidos, las pequeñas muertes diarias, esa pátina, esa luminosidad que se apaga poco a poco, la lenta caricia del tiempo.
Lloré mi belleza esfumada, lloré el color desvaído de mis ojos. Todavía quedaba agua en aquel gran cuerpo seco. Las lágrimas se deslizaron en mis oquedades. La sal y la estación enrojecieron todas las arrugas.
Una se acostumbra a vivir en un cuerpo de «anciana».
¡Me hubiera gustado tanto que hubiera más árboles!
El otoño aquí lo ensangrienta todo a su antojo.
El mundo avanzó sin mí. Vi nacer y crecer a todos los hijos de esa hermana mayor cuya casa sigo ocupando. He vivido sola y sonriente en medio de un gran tropel de sobrinos, en una espléndida barahúnda rodeada de desierto.
He esperado pacientemente, a sabiendas de que no había ya nada que esperar.
Sigo temiendo esa soledad que me vino al mismo tiempo que la vida, ese vacío que me socava, me desgasta por dentro, crece, progresa como el desierto y donde resuenan las voces muertas.
Mi madre me convirtió en su tumba viviente. La llevo dentro de mí como ella me llevó a mí y sólo florecerá en mi vientre su aguja de hacer punto. Tengo que bajar a la fosa, allí donde el tiempo se enmaraña, se apelotona, donde descansan los hilos cortados.
Esta mañana he abierto por fin la caja que cada una de mis hermanas abrió antes que yo y he hallado en ella un cuaderno grande, tinta y una pluma.
Entonces he esperado de nuevo, he esperado la noche, he esperado la casa vacía y negra. He esperado a que sea por fin la hora de escribir.
Me he sentado en la oscuridad de la cocina y he encendido el quinqué que está encima de la gran mesa de madera. Ha iluminado la armazón de las cacerolas, los trapos viejos, ha recalentado poco a poco los olores de la cena. Me he acomodado ante esa mesa, he abierto el cuaderno, alisando sus grandes páginas blancas, un poco rugosas, y han llegado las palabras.
Esta noche ha prendido mi deseo de escribir.
Aquí estoy ante la mesa, frente a mi escritura nocturna, y sé que esta escritura ennegrecerá el tiempo que me queda, que eclipsaré este gran sol de papel con el crujir de la pluma. Ha llegado la tinta cuando ya no me quedaban lágrimas. Nada hay ya que llorar. Nada que esperar más que este cuaderno. Nada que vivir más que estas noches de papel en una cocina desierta.
He deslizado entre dos hojas el pedazo del chal que me echaba en los hombros cuando tenía enamorados.
Se desprende el perfume de mi madre del nombre bordado.
Tras todos estos años flota todavía en la trama del tejido.
Era lo único que había conservado mi madre de la travesía, esa cicatriz en el perfume: el efluvio de los campos, de los olivos por las noches, de los naranjos en flor y de los narcisos que tapizaban la montaña de azúcar blanco. Fragancias de piedras, de tierra seca, de sal, de arena. En mi madre había tal amalgama de esencias... De niña, apenas me dejaba acercarme, viajaba clandestinamente por su cabello, intentando imaginar los lugares que contenían los mechones azules.
Un perfume y el fulgor de una aguja de hacer punto en la continuidad de los dedos: eso retuvieron de ti.
Ese olor impregnaba los tejidos que pasaban por tus manos. Las recién casadas conservaban tu perfume en el cuerpo hasta la mañana de su noche de bodas.
Muy pronto corrió el rumor de que los tejidos de Frasquita Carrasco, la modista del barrio Marabout, actuaban en los hombres como filtros de amor.
Mezclaste tu perfume con todas las lunas de miel de la comarca. Cientos de vestidos blancos inundaron, al caer, las cámaras nupciales de mirlos, de bandidos, de cuevas, de bosques, de arenas y de olas arrancadas a nuestro viaje. En tus tiempos, el mar batía contra la madera de las camas mientras los amantes zarandeados por la corriente dejaban nudos en sus sábanas como única estela.
Me da la impresión de que todas provenimos de tu cuerpo de madera. De las ramas nacidas sólo de ti. A veces me gusta pensar que tus largas manos se limitaron a coger al vuelo unas semillas de diente de león y que mi padre no fue más que semilla al azar del viento, suave soplo en el hueco de tu mano.
Necesito escribir para que desaparezcas, para que todo pueda fundirse en el desierto, para que durmamos por fin, inmóviles y serenos, sin temer perder de vista tu figura desgarrada por el viento, el sol y las piedras del camino.
¡Oh, madre, necesito traer de las profundidades un mundo sepultado para deslizar en él tu nombre, tu semblante, tu perfume, para perder en él la aguja de hacer punto y olvidar ese beso, tan esperado, que nunca me diste!
Necesito matarte para lograr morir... por fin.
Mi luminoso cuaderno será la gran ventana por donde escaparán uno a uno los monstruos que nos rondan.
¡Al desierto!
384 pgs. Precio Circulo: 17.50€
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