jueves, 17 de mayo de 2012

MARCADO A FUEGO (BRIAN FREEMAN)

Una joven asesinada en la playa, un hombre acorralado por el odio de todo un pueblo... y un policía que sabe que para descubrir la verdad hay que remover las cenizas, aun a riesgo de quemarte con las brasas.







FRAGMENTO

Prólogo
SEIS AÑOS ATRÁS

Glory Fischer estaba tendida sobre un colchón en el suelo, con los ojos castaños abiertos, mientras espantaba los mosquitos que se posaban en su cara y escuchaba el frenético batir de alas de las polillas contra la mosquitera. Tenía una película de sudor sobre la piel y el camisón se le pegaba a las escuálidas piernas debido a la humedad. Esperaba, mordiéndose las uñas, a que la casa se sumiera en el silencio. A la una de la madrugada decidió que ya era seguro escabullirse, del mismo modo en que lo había hecho las cinco últimas noches. Nadie la oiría marcharse. Nadie la oiría volver. Su madre dormía sola en una habitación en la otra punta del pasillo, con un ventilador eléctrico que rechinaba junto a su almohada y ahogaba sus ronquidos. Su hermana Tresa y la mejor amiga de ésta, Jen, por fin se habían dormido también. Las dos niñas se habían quedado despiertas hasta tarde, representando en voz alta historias de una revista de vampiros. Era un martes de mediados de julio, y los horarios para irse a la cama pronto porque al día siguiente había escuela quedaban muy lejos. Por lo general, a Glory no le gustaba que Jen se quedara a pasar la noche, pues el follón del otro lado de la pared no la dejaba dormir. Pero hoy no le importaba, pues de todos modos tenía que mantenerse despierta. Jen vivía en la casa del otro lado de la carretera, pero Glory no creía que la amiga de su hermana supiera lo que había escondido en el altillo encima de su garaje. Nadie lo sabía. Ni la madre de Jen, Nettie, que ahora estaba postrada en una silla de ruedas y casi nunca salía de casa. Ni su padre Harris, que se pasaba la mayor parte del tiempo viajando en coche por las carreteras de Wisconsin a causa de su trabajo. Ni tampoco sus dos hermanos mayores. En especial ellos dos. Si lo hubieran sabido, habrían reaccionado con crueldad, porque eso es lo que eran: niños crueles. Glory se sentó con las piernas cruzadas, el camisón rosa arremangado por encima de las rodillas. El cálido viento sopló por debajo de la cortina e inundó la habitación de olor a cerezas, que en aquella época del año cubrían las carreteras del condado, aplastadas como manchas de pintura roja. Glory se inclinó, abrió el ultimo cajón de su cómoda y buscó debajo de su ropa interior el alijo que había guardado allí antes: un cartón de leche templada, sin abrir, y una bolsa de papel llena de patatas fritas desmenuzadas, semillas de girasol, plátano chafado y huevo duro. La niña de diez años se puso en pie e introdujo sus pies descalzos en las deportivas. Era hora de irse. Tiró de la mosquitera rota de su ventana hasta que pudo introducir una pierna y luego la otra. Sujetó la bolsa de papel con los dientes y apretó el cartón de leche bajo el brazo. Saltó con torpeza y aterrizó en el suelo, un metro y medio más abajo. Su boca se abrió en un sonoro ¡uf!, la bolsa cayó y su contenido se desparramó. La recogió y miró en su interior: aún quedaba mucha comida. Glory se mordió el labio y contempló las malas hierbas del jardín y el bosque cercano. El mundo parecía muy grande y ella, muy pequeña. El cielo sin luna estaba punteado de estrellas. Los pinos se balanceaban como gigantes y se susurraban unos a otros. Glory hizo de tripas corazón y echó a correr entre la alta hierba. Imaginaba que si corría lo bastante rápido, las garrapatas y los insectos que se aferraban a los brotes verdes no aterrizarían sobre ella. Movía rítmicamente los brazos mientras su largo pelo flotaba tras ella, y al final alcanzó la carretera de tierra, rizada de huellas de tractores, y se detuvo respirando hondo en el aire sofocante. El camino rural estaba solitario. No había coches ni farolas, apenas una hilera torcida de postes de teléfono junto al mismo, que sujetaba un hilo abombado como una cuerda de saltar. La casa de dos plantas se alzaba al otro lado, custodiada por los robles que se extendían por el largo camino de entrada. Glory echó a correr de nuevo pero aminoró el paso al acercarse. La pintura desconchada y las contraventanas descolgadas le produjeron un escalofrío, y al soplar el viento, la casa suspiró. En una ocasión le había preguntado a su madre si la casa de los Bone estaba encantada. Una expresión extraña había cruzado su rostro y le había dicho que los fantasmas y los monstruos no existían, que sólo había personas infelices. Glory se acercó al garaje, que se alzaba en medio de un campo de hierba. La puerta lateral estaba cerrada con un candado oxidado. Sabía dónde guardaba la llave el señor Bone: colgada de un gancho oculto bajo el alféizar de la ventana. Abrió el candado, dejó de nuevo la llave en el gancho y empujó la puerta. Siempre que entraba allí, se le hacía un nudo en el estómago. De los estantes que había junto a la puerta cogió la pesada linterna, cuyas pilas crepitaron al encenderla, y consiguió dibujar un pequeño círculo de luz anaranjada en el suelo. Había cagadas de ratón desperdigadas bajo sus pies y, frente a ella, una furgoneta con la parte trasera cubierta por una lona sucia. En la parte posterior del garaje, una escalera de madera llevaba al altillo. –Soy yo –dijo en voz baja–. Estoy aquí. Glory avanzó de puntillas hacia la escalera. La madera podrida de los escalones se combó a su paso, mientras se le clavaban astillas en los dedos. A tres metros de altura, se arrastró por el suelo del altillo, cubierto de latas de pintura y mantas mohosas. Los clavos sobresalían entre las tejas del tejado, y bajo el alerón crecía lo que parecía un enorme trozo de papel arrugado, que en realidad era un nido de avispas. –Eh –llamó–. ¿Dónde estás? Oyó unas uñas que raspaban y un débil gemido. Al enfocar la linterna hacia el sonido, vio los grandes y curiosos ojos del gatito, que parpadeaban mientras salía de su escondite. Cogió al pequeño animal en brazos y fue recompensada con un sonoro ronroneo que resonó con fuerza en sus oídos. El pelaje erizado del cachorro estaba veteado en canela y negro, con rayas atigradas. –Mira qué te traigo –dijo Glory. Vertió la leche en la tapa de un bote de cristal sucio, desparramó la comida de la bolsa de papel por el suelo y dejó que el gatito la atacara con voracidad. Le acarició el lomo mientras comía ruidosamente y luego lo cogió con una mano y lo depositó cerca de la leche, donde bebió hasta que la boca le quedó mojada y blanca. Una vez hubo terminado, el cachorro trepó por sus piernas desnudas con pasos vacilantes y ella volvió a dejarlo sobre el suelo del altillo. Mientras Glory lo contemplaba alegremente, el cachorro entraba y salía del haz de luz golpeando un escarabajo negro con sus diminutas patas delanteras. Glory estaba tan fascinada con las travesuras del gatito, tan encantada con él, que tardó en darse cuenta de que ya no estaba sola. Entonces se le disparó el corazón en el pecho: había oído pasos en la grava del exterior del garaje. Glory contuvo la respiración, cubrió la luz y se apartó del borde del altillo. «No entres, no entres, no entres», suplicó mentalmente, pero enseguida oyó el ruido de la placa metálica de la cerradura, mientras la puerta lateral se abría bajo ella. Alguien entró sigilosamente en el garaje. Había alguien con ella, moviéndose en la oscuridad del modo en que lo haría un fantasma, o un monstruo. Apretó el gatito contra su pecho y se aplastó contra una manta sobre el suelo. El cachorro se retorció y maulló entre sus brazos. Glory intentó ahogar el sonido presionando aquel pequeño cuerpo contra el suyo, pero quienquiera que estuviera abajo oyó algo entre las vigas y se detuvo. Hubo un momento de silencio terrible, y luego el haz de luz de una linterna atravesó la oscuridad, barrió como un reflector las esquinas del garaje y rastreó la pared del altillo, justo por encima de la cabeza de Glory, buscándola entre las telarañas. Pensó en gritar. Quienquiera que fuese se sorprendería, pero se reirían al encontrarla aquí. No había razón para tener miedo. Aun así, mantuvo los labios apretados con fuerza. Ni siquiera quería respirar. Era más de medianoche; nadie debería estar allí. De algún modo, el vacío que sentía en el estómago resultaba elocuente: algo malo estaba ocurriendo. La luz se apagó. Oyó una respiración agitada debajo de ella, mientras el desconocido arrastraba un objeto pesado de los estantes metálicos. Escuchó un extraño eructo de plástico y el siseo del aire. Algo rebotó contra el suelo con el sonido de la chapa de una botella, y el intruso no se molestó en recogerlo. Mientras Glory escuchaba petrificada por el miedo, oyó como se abría la puerta exterior. El candado repiqueteó, y el garaje se sumió de nuevo en una profunda calma. Se había acabado. Estaba sola. Esperó, con la sensación de que el tiempo no corría. No sabía cuánto llevaba tendida en el altillo, sin moverse, preguntándose si era seguro escapar. Finalmente, al sentir los insectos treparle por las piernas desnudas, agarró al gatito con una mano y descendió por la temblorosa escalera. Cubrió con un salto el último mediometro hasta el suelo y avanzó a ciegas con pasos vacilantes hacia la ventana, para poder echar un vistazo al exterior. Espió a través del oscuro cuadrado de cristal, que se abría hacia la pared oeste de la casa de los Bone. El marco le quedaba por encima de la cabeza, y tenía que ponerse de puntillas para mirar afuera. El cristal estaba lleno de agujeros producto de los perdigones que disparaban los chicos Bone. El aire soplaba a través de las grietas. Antes de asomarse por encima de la repisa, percibió un olor que era a un tiempo empalagosamente dulce y penetrante. Gasolina. Una ola de gasolina dispuesta a empaparla y ahogarla. Glory no entendía nada, pero el intenso olor le provocaba deseos de correr. Correr muy rápido, con el gatito protegido entre sus brazos. Correr a casa y meterse en la cama. Huir. Asomó los ojos por encima delmarco de la ventana. Al hacerlo, tuvo que taparse la boca con la mano para no gritar. Una silueta negra se erguía al otro lado del cristal, a sólo unos centímetros. No podía distinguir su rostro, pero cerró los ojos con fuerza y se quedó inmóvil, como si convirtiéndose en una estatua pudiera volverse invisible. La nariz se le inundó de los vapores de la gasolina, y tuvo que reprimir un estornudo. Al ver que nadie se acercaba corriendo, se atrevió a mirar entre sus párpados. La persona no se movía. Oyó una respiración ruidosa, como la de un animal jadeante. Antes de que su cerebro pudiera procesar lo que estaba ocurriendo, distinguió un pequeño trozo de mano, piel desnuda, y la minúscula erupción de una llama. Una cerilla. La mano la encendió y la dejó caer. La llama descendió hacia el suelo con un destello de luz, igual que una estrella fugaz. Un acto muy sencillo: alguien que encendía un cigarrillo y luego pisaba la cerilla con los pies. Pero no había ningún cigarrillo. El mundo de Glory estalló en pedazos. La llama alcanzó la tierra y un chorro de fuego salió despedido, cubriendo la ventana y empujándola hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho. Se protegió los ojos con la mano, y observó entre sus dedos llenos de cortes cómo el fuego brincaba igual que un acróbata circense hacia la casa de los Bone. Las llamas avanzaban velozmente por los senderos chamuscados e interconectados, lamiendo con avidez las paredes antes de alzarse hacia el cielo. En segundos, el fuego se había apoderado de la escena y consumía la estructura de la casa, como si no fuera más que un montón de astillas apiladas bajo una parrilla. Percibió el olor a madera quemada y oyó pequeñas explosiones, como si alguien hiciese crujir sus nudillos. A través de las ventanas de la casa distinguía el resplandor amarillo de las llamas extendiéndose por el interior, y pronto ya no pudo ver la casa en absoluto: había desaparecido tras una torre de fuego y humo. El calor era tan salvaje, tan próximo, que se le empezaron a chamuscar las manos y la cara. Retrocedió entre arcadas mientras el humo tóxico se colaba por la ventana e inundaba el garaje. Llorando y tosiendo, Glory trató de escapar por la puerta, pero estaba cerrada por fuera. Las bisagras rechinantes se negaron a ceder. Al tocar el pomo, se quemó los dedos con el metal ardiente y soltó un grito. En el garaje reinaba ahora la misma claridad que en pleno día, pero la nube de humo blanco que flotaba en el aire era tan impenetrable como la oscuridad. Glory echó a correr hacia la gran puerta del automóvil, tratando de huir del fuego; tiró de la manija pero no consiguió moverla. Apenas podía respirar. El humo se le metía en los ojos y los pulmones. Cayó de rodillas y se echó a llorar mientras un dragón naranja crepitaba a través de la pared y comenzaba a devorar el garaje. El ruido era tremendo y terrorífico, un bramido, un bufido, peor que cualquier monstruo que ella hubiera imaginado que habitase allí. Glory retrocedió, rascándose las rodillas con el suelo hasta sangrar. Se pertrechó en la esquina más distante, y cuando ya no pudo alejarse más, se encogió sobre sí misma. Apretó el gatito contra su mejilla, besó su cara una y otra vez y le susurró al oído: –Tranquilo, tranquilo... Cerró los ojos al tiempo que el fuego la cubría y la atacaba con su malvada lengua, como un demonio siseante. Rezó del modo en que su padre le había enseñado que debía rezarse antes de morir. Rezó para que Dios la alzara entre Sus brazos y la llevara de vuelta a casa, donde se despertaría sobre su colchón en el suelo de su cuarto. La húmeda noche volvería a estar en calma, los mosquitos zumbarían en sus oídos y el gatito ronronearía en sus brazos. Rezó. Incluso cuando una pared se derrumbó a su alrededor en una cascada de chispas y escombros, y dejó un agujero enorme por el que poder escapar, Glory rezó. Incluso cuando se arrastró al exterior sobre un reguero de brasas ardientes hasta alcanzar la seguridad de la hierba, con el gatito acurrucado contra su pecho, rezó. Quedó tendida y se cubrió las orejas con las manos, pero no pudo protegerse de aquel desagradable estruendo. Por encima del aullido del fuego oyó los angustiosos gemidos de los que morían dentro de la casa de los Bone, y en medio de su desesperación rezó para que Dios hiciera que aquella noche no fuese real. Que la hiciera desaparecer para siempre. Que limpiara su memoria hasta que lo olvidase todo, incluso sus peores pesadillas. «Por favor, Dios, déjame olvidarlo todo», rezó Glory. Olvidarlo todo. Olvidarlo todo.

Primera Parte 
LA PUERTA DE LA MUERTE
 I 
 La chica del biquini hizo una pirueta sobre la arena mojada. Se encontraba a unos cien metros, y todo lo que podía ver Mark Bradley era el brillo de su piel desnuda a la luz de luna. Bailaba como un espíritu del agua, con la cabeza echada hacia atrás, la melena cayéndole por la espalda y los brazos extendidos como si fuesen alas. Las oscuras aguas del golfo estaba tan en calma como un espejo, y apenas lamían la orilla. La chica salpicaba y chapoteaba, metiéndose de vez en cuando en las cálidas aguas hasta alcanzarle las rodillas. Pudo oírla cantar para sí misma. Tenía una voz dulce, pero no afinaba del todo. Reconoció la canción; recordaba haberla puesto en su walkman mientras hacía jogging en Gran Park, en el centro de Chicago, de adolescente. Para la chica de la playa el tema debía de ser un viejo éxito, propio de la generación de su madre. La escuchó cantar el estribillo una y otra vez. Era «We Didn’t Start the Fire», de Billy Joel. Mientras se acercaba a la chica de la playa, Mark no pudo evitar admirarla. Su cuerpo era maduro, y las finas tiras de su biquini rojo lo dejaban al descubierto, pero aún tenía el andar desgarbado de una adolescente, toda brazos y piernas. Era más una niña que una mujer, con aquella inocencia para mostrarse casi desnuda en público. Se hallaba todavía demasiado lejos para poder ver su rostro, pero Mark se preguntó si su mujer, Hilary, la conocería. Daba por hecho que era una de las niñas que habían participado en el torneo de danza del hotel y que, ahora que la competición había terminado, disfrutaba de unos momentos de insomnio en la playa antes de regresar a casa. Mark tampoco podía dormir. Sentía pavor ante la idea de volver a Wisconsin. Las vacaciones en Florida habían constituido un paréntesis de una semana, y ahora tendría que enfrentarse a la realidad de su situación en casa. Aislado. Sin trabajo. Enfadado. Hilary y él habían evitado el tema durante casi todo el año anterior, pero no podían seguir haciéndolo durante mucho tiempo más. Iban justos de dinero, así que debían tomar una decisión: quedarse o irse. Mark no quería renunciar a su sueño, pero no tenía ni idea de cómo recomponer las piezas de su vida. Las cosas no tenían que haber ido así. Habían abandonado Chicago para irse al campo, a Door County, porque deseaban una vida más tranquila en un lugar donde formaran parte de una comunidad y pudieran criar a sus hijos. En lugar de eso, todo se había convertido en una pesadilla para Mark. Ahora las sospechas le seguían a todas partes. Estaba marcado con una letra escarlata. D de depredador, y todo por culpa de Tresa Fischer. Se dio un golpe con el puño en la palma de la otra mano. A veces, su propia furia le superaba. No culpaba a Tresa, al fin y al cabo sólo era una chica enamorada. Pero los demás –los profesores, los familiares, los padres, la policía, la junta escolar– habían ignorado sus negativas y habían hecho pedazos su vida y destrozado su carrera. Tenía sed de venganza por aquella injusticia. Tenía ganas de hacer daño a alguien. No era un hombre violento, pero a veces se preguntaba qué haría si se encontrara con el director de la escuela en un parque desierto, donde nadie pudiera verle ni pudiera saber nunca qué había hecho. Mark se detuvo en la playa, cerró los ojos y respiró hondo hasta que su ira se disipó. Las olas iban y venían, y notaba la arena cosquilleándole bajo los pies. La tranquilidad del agua le calmó, que era la razón por la que había ido ahí. Aspiró el aroma salobre a pescado del golfo. El aire suave y húmedo resultaba un tónico comparado con el clima frío de su hogar, donde las temperaturas en marzo apenas superaban los cero grados. Le habría gustado quedarse allí para siempre, pero nada duraba para siempre. Sabía que era hora de volver al hotel. Hilary se había quedado sola, y si estaba despierta se preguntaría adónde habría ido. Al constatar que no podía dormirse, Mark se había deslizado fuera de la cama, se había puesto el bañador y una camiseta sin mangas amarilla y había salido por la puerta del patio, por donde se llegaba directamente a la llana franja de arena que quedaba más allá de las palmeras. El mar le había ayudado a aclarar sus pensamientos, pero el alivio era temporal, como siempre. Las cosas no cambiaban. Sólo empeoraban. Mark volvió a oír la voz. «We Didn’t Start the Fire.» La chica se movía sin rumbo fijo cerca de él. Tenía una botella de vino en la mano, y bebía de ella como si fuera Gatorade. Al verla tambalearse sobre la playa se dio cuenta de que estaba borracha. Ahora se encontraba a sólo unos veinte metros de él, con la piel bronceada y húmeda. Tiró de la parte superior de su traje de baño para ajustárselo, sin ser consciente del gesto. El pelo mojado le caía por encima de la cara; al apartárselo, sus ojos se encontraron. Los de ella estaban desenfocados y mostraban una expresión salvaje. Mark sabía quién era. –Oh, hija de puta –murmuró entre dientes. Era Glory Fischer. La hermana de Tresa. Miró instintivamente a un lado y a otro de la playa. Estaban solos. Eran casi las tres de la madrugada. Echó un vistazo a la torre del hotel; en las pocas habitaciones donde había luz, no distinguió la silueta de nadie que mirara hacia fuera. Odiaba que su primer pensamiento hubiera sido protegerse, pero se sentía culpable y expuesto tan cerca de una chica. En especial de esta chica. Ella tardó un rato en percatarse de quién era, pero al reconocerlo le dedicó una sonrisa burlona. –Eres tú –dijo. –Hola, Glory. ¿Estás bien? La chica ignoró la pregunta y murmuró por lo bajo. –¿Me has seguido? –preguntó. –¿Seguirte? No. –Apuesto a que me has seguido. No pasa nada. –¿De dónde has sacado el vino? –preguntó él. –¿Quieres un poco? –Miró la botella y se percató de que estaba vacía. Al volverla bocabajo, unas cuantas gotas rojas cayeron sobre la arena–. Mierda. Lo siento. –No deberías estar aquí fuera –observó él–. Deja que te acompañe al hotel. Glory le señaló con el dedo y su torso se tambaleó, inestable. –A Tresa no le gustaría, ¿verdad? Vernos juntos. A Troy tampoco. Se pone muy celoso. Si quieres montártelo conmigo, tendrá que ser aquí. ¿Quieres hacerlo conmigo? Mark se puso tenso. Sabía que no debía estar ahí. Tenía que largarse antes de que la cosa se pusiera más fea, antes de que alguien los viera juntos. –Venga, vamos –le pidió a Glory–. No quiero que te quedes sola en la playa. No es seguro. Has bebido. –¿Cuál es el problema? Tú me protegerás, ¿no? Eres grande y fuerte; nadie se meterá contigo. Mark alargó la mano para cogerla del brazo, pero ella se escabulló. Él se pasó la mano por el corto pelo en un gesto de desesperación. –No voy a dejarte aquí sola. –Pues no te vayas. Quédate. Me gusta estar aquí contigo. –Es tarde. Deberías estar en la cama. Glory sonrió y le sacó la lengua. –¿Ves? Sabía que eso era lo que querías. –Estás borracha. No quiero que te hagas daño. Ella volvió a tararear por lo bajo la misma canción de Billy Joel. –Tresa te vio el viernes –dijo después. –¿Qué? –Os vio a Hilary y a ti en el auditorio, por eso se equivocó durante la actuación. Se disgustó mucho. No podía concentrarse sabiendo que estabas ahí. –No se acaba el mundo por no ganar. –Sí, ya lo sé. –A Glory no parecía preocuparle el fracaso de Tresa. Su cara aparecía cubierta de un brillo de ebriedad, como si estuviera ahogando sus penas–. Eh, una vez leí un poema que decía que el mundo acabaría ardiendo en llamas. –Robert Frost –dijo él. –¿Lo conoces? Uh, sí, claro, el profe de Lengua inglesa... –Le miró como si fuera un juguete roto–. Bueno, quiero decir que antes lo eras. Tresa lamenta mucho lo que ocurrió. –Vámonos, Glory. –Tresa nunca pensó que harían algo así. –Deberíamos volver al hotel –insistió él mientras le tendía la mano. Glory la cogió entre las suyas, pero luego deslizó uno de sus húmedos brazos alrededor de su cintura, le acercó la cara al cuello y alzó la barbilla hacia él. El aliento le apestaba a alcohol y tenía los dientes manchados por el vino. –Bésame –dijo. Él se llevó la mano a la espalda para desprenderse de ella. Miró por encima del hombro de nuevo en dirección al hotel y le embargó una sensación incómoda, como si le observaran desde la oscuridad. O a lo mejor alguien le estaba poniendo a prueba. –Para. –Tresa dice que tus labios son suaves –susurró Glory. Mark le apartó las manos y dio un rápido y vacilante paso hacia atrás sobre la arena. Cuando Glory alargó las manos para abrazarlo, descubrió que estaba demasiado lejos, trastabilló y cayó de rodillas. El pelo castaño le cubría el rostro. Su piel estaba pálida, y Mark vio en su mirada que parecía desorientada. –¿Estás bien? –preguntó. Glory no dijo nada. Mark se agachó frente a ella. Las lágrimas le cubrían la cara y se secó la nariz con el dorso de lamano. Allí de rodillas, llorando, de nuevo parecía una hermosa chica perdida. La típica adolescente con granos en la frente. Una niña intentando actuar como una adulta. Mark alargó la mano para tocarle el hombro pero la apartó enseguida, como si su piel estuviera en llamas. –¿Qué pasa? –preguntó–. ¿Por qué estás aquí fuera, sola? –No quiero ir a casa –respondió ella. –¿Por qué no? Ella meneó la cabeza. –No sé qué hacer. Mark empezó a presionarla para que le diera más detalles, pero se dio cuenta de que se estaba dejando arrastrar a la vida de esa chica y sus problemas. Ésa había sido siempre su debilidad. Era un solucionador de problemas. –Te llevaré al hotel –murmuró. La cogió del codo y la ayudó a ponerse en pie. Las piernas de la joven flojearon y se cogió a él para mantener el equilibrio, agarrándole del cuello con tanta fuerza que le clavó las uñas. Él la guió hacia la arena seca con un brazo alrededor de su cintura, pero ella se liberó y volvió a dirigirse al agua con unos saltitos inestables. La arena se le pegó a las rodillas y los muslos. Abrió los brazos en dirección a él. –Vamos a bañarnos –propuso. –Creo que no. –Un baño rápido; luego nos vamos. –No. –Oh, venga. –Había vuelto a ponerse coqueta. Sus estados de ánimo cambiaban como nubes cruzando delante de la luna–.No muerdo. A menos que te guste. –Sal del agua –la conminó con severidad–. Estás borracha. Podrías hacerte daño. –Creo que me tienes miedo –dijo ella–. Me deseas. –Deja de jugar, Glory. –Crees que soy demasiado joven, pero no es así. –¿Cuántos años tienes, dieciséis? –¿Y qué? Todo lo que tiene que funcionar funciona. Mark no se sentía vulnerable, pero recordó lo que Hilary le había dicho acerca de su trabajo como profesor de adolescentes: «Crees que son niñas, y no lo son». Quería terminar con ese encuentro. Deseó no haber abandonado nunca la cama y no haber ido a dar un paseo por la playa. Nada bueno iba a salir de quedarse allí con Glory. –Está bien jugar con fuego –dijo la chica. –Me voy. Glory se arrastró fuera del agua, echó a correr en su dirección y se quedó de pie frente a él, goteando. Volvió a adoptar un tono infantil. –No te vayas. –Los dos nos vamos adentro. –¿Por qué no quieres enrollarte conmigo? –quiso saber ella–. ¿Es por Tresa? No se lo contaré. –Oh, por el amor de Dios, Glory –masculló él, exasperado. –No soy virgen –continuó ella–. Troy ni siquiera fue el primero. ¿Sabes cómo me llaman los chicos de la escuela? ¿Mi apodo? Glory, Glory, aleluya. –No deberías alardear de eso –replicó él antes de poder contenerse. No deseaba echarle un sermón ni verse arrastrado a una discusión acerca de su sexualidad; sólo quería dar media vuelta y marcharse. Las cosas se estaban saliendo de madre. Vio como ella fijaba la mirada en unas palmeras por encima de su hombro y se estremeció. Se volvió esperando encontrarse a alguien observándolos. Sabía que si les descubrían, se repetiría lo del año anterior. Sospechas. Acusaciones. «Eres un acosador », dirían. Instintivamente buscó formas de explicar su comportamiento, de defenderse, aunque no había hecho nada malo. Sin embargo, no había nadie. Estaban solos. ¿Verdad? –Me marcho, Glory –insistió. –Si te vas, le diré igualmente a todo el mundo que nos hemos acostado –dijo ella–. ¿A quién piensas que creerán? Si te quedas, puede ser nuestro secreto. Glory se llevó las manos hacia atrás.Mark no sabía qué estaba haciendo pero cuando volvió a ver las manos éstas sujetaban las tiras de la pieza superior del biquini, que se balancearon por encima de sus caderas. Entonces manipuló el nudo de la nuca hasta deshacerlo, encogió el tronco y dejó que el top rojo se despegara de su piel y cayera al suelo. Su mirada traslucía seriedad y confianza mientras se cogía con las manos los pechos desnudos. –Nadie lo sabrá nunca –susurró.

480 pgs. 19.50€

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